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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Jornada escolar

LA REBELIÓN que ha estallado en Alcalá de Henares y Torrejón de Ardoz (Madrid), donde una parte significativa de sus 21.000 alumnos, padres y profesores han tomado los colegios y a menudo las calles para exigir la jornada escolar continua (clases sólo de mañana), ha puesto en apuros al Gobierno de Ruiz-Gallardón. Éste se ha visto obligado a salir a la palestra para intentar controlar un fuego cuyas brasas provienen de la irresponsable alegría con la que manejó el asunto la anterior ministra de Educación, Esperanza Aguirre. Al ofrecer hace un año y medio a los sindicatos de profesores la posibilidad del cambio de jornada, la ahora presidenta del Senado se inventó una solución para un problema inexistente.En el manual de instrucciones de cualquier análisis sobre la jornada lectiva hay dos reglas: el cambio es unidireccional, sin camino de regreso (no se conocen tránsitos de la jornada continua a la partida) y es contagioso: allá donde se implanta se expande, con el apoyo de los padres o sin él. A falta de estudios integrales sobre sus efectos, existe un consenso básico sobre algunas cuestiones: la concentración de actividades provoca una caída de rendimiento, los horarios estrechos dificultan la organización escolar, los programas oficiales no incluyen todos los contenidos necesarios; los chicos necesitan los colegios para convivir y no sólo para asistir a clase, y los hijos de familias desestructuradas o desfavorecidas salen beneficiados de la mera permanencia en el centro.

Mientras las administraciones se aplican a estudiar el asunto, como deberían haber hecho hace tiempo, conviene huir de planteamientos angelicales y remitir tan complejo debate a las condiciones reales de la educación en España, caracterizada por unos centros públicos con horarios demasiado ajustados y que tienden a ofrecer menos servicio social, y unos centros privados con amplios horarios y largas listas de actividades complementarias. Sin caer en dogmas ni profecías ideológicas, el panorama no permite ser optimista sobre los efectos de la jornada continua, aparte de la mejora de la calidad de vida de los profesores (bien deseable, pero no a toda costa) y de aquellos padres y madres que así evitarían cuatro viajes al colegio. La enseñanza pública no se beneficiaría gran cosa.

Los gobernantes harían bien en aprovechar la polémica para plantear una prudente reorganización del horario escolar, en la línea de disociar el horario de los funcionarios docentes del de los alumnos, con la consiguiente dotación de recursos humanos, y de ampliar los horarios de apertura de los colegios como forma de avanzar hacia un servicio social amplio, moderno y satisfactorio para los ciudadanos, empezando por los alumnos. Es la línea avanzada por Joaquín Almunia en su programa electoral, y que las comunidades autónomas gobernadas por los socialistas no han puesto en práctica. En todo caso, los gobernantes deberían tentarse la ropa antes de empujar al sistema educativo hacia un modelo de jornada continua que, sin las garantías suficientes, como es el caso, puede acabar con los chicos solos en casa, tumbados en el sofá y viendo telenovelas. Y eso no es educación.

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