El nuevo Marañón
Sin duda que uno de los más relevantes síntomas de eso que llamamos posmodernidad es la omnipresencia y voracidad de ese espacio público virtual conformado por los medios de comunicación. Una marabunta de letra impresa, una continua catarata de imágenes, una permanente migración de sonidos que se consumen ávidamente, y que son olvidados después con idéntica velocidad para seguir consumiendo más letra impresa, otras imágenes, nuevos sonidos. Lo dicen Vattimo y Lyotard, mucho más confusamente Braudillard y casi incomprensiblemente Virilio, aunque en realidad casi todo eso estaba dicho por Horkheimer y Adorno, allá por el 44, en su Dialéctica de la Ilustración. Título, por cierto, nada gratuito. De la Ilustración trataba el artículo que Martí Domínguez publicó el 17 de octubre en este diario. ¿Qué es la Ilustración? ¿Hubo Ilustración valenciana o, en general, española? El señor Domínguez reduce la cuestión a dos términos antitéticos (eruditos e ilustrados) y discute la adscripción a los segundos de Gregorio Mayans pero defiende la de Feijoo, aunque se inclina por "considerar" que ninguno de los valencianos merece tal calificativo y que, además, en España no hubo tal fenómeno. Para argumentarlo alude al carácter plúmbeo de los escritos de Mayans y lo contrapone con la delectable lectura del Teatro feijooniano. Del primero, además, sólo cita "sus biografías piadosas" y "sus cartas latinas" mientras que no tiene reparos en comparar la obra del segundo al Diccionario filosófico de Voltaire. Al fin, se pregunta "¿a qué viene esa nueva manía de ensalzar de repente la Ilustración valenciana?" y se interroga por Valencia "y su museo". El de la Ilustración, cabe suponer a tenor del contexto.
Nada nuevo, por otra parte. Querellas semejantes mantuvieron ocupado a otro don Gregorio -Marañón- mientras nuevos Sísifos como Menéndez Pidal, Sánchez-Albornoz o Madariaga se lanzaban argumentos a la cabeza intentando desentrañar la verdadera esencia hispánica, para lo cual no dudaban en entrar a mano armada en lo que alguien denominó la cacharrería de la historia. Quizá es que sólo tenemos lo que nos merecemos. Uno echa en falta algún sosia peninsular de Isaiah Berlin, A. C. Crombie o Carlo Ginzburg, pero parece ser que el batallón maximalista forma el grueso de nuestra tropa de historiadores de la cultura. Pero Domínguez -nuestro nuevo Marañón-, amén de votar por Feijoo en el debate de investidura ilustrada, se atreve con una logomaquia macanuda. Porque la de los nombres y las cosas es cuestión gruesa y difícil de contestar. Para todos menos para Domínguez, ahora reconvertido en tasador de pesos específicos históricos, que demuestra una inusitada y plausible facilidad para resolver de un audaz plumazo cuestiones de corte ontológico que tanto espacio metafísico han ocupado en la mente occidental. Porque la de la esencia es cuestión con una nutrida panoplia filosófica detrás: desde el arjé de los griegos al dasein heideggeriano, la cosa ha ocupado muchas horas y hojas en blanco hasta que el señor Domínguez llegó y encontró el noúmeno de la Ilustración detrás del fenómeno, pasando por encima de otras cualesquiera consideraciones, pues todo el mundo sabe que la cultura se mide en valores absolutos que no pagan el peaje de la realidad ni muerden el sucio polvo de las circunstancias históricas.
Tantas categóricas afirmaciones, además, contrastan con curiosos olvidos, pues nuestro preopinante, que no oblitera sus más pías obras, no hace mención a la Censura de historias fabulosas editada por Mayans, que tantas y tan enojosas consecuencias le deparó. Una obra donde se rebatían algunas leyendas piadosas sin base documental y otras especies, pábulos que sí mantenía Feijoo en su admirable vademécum. Pues olvida o desconoce nuestro nuevo Marañón que, si Mayans atacaba inflexiblemente al señor Feijoo, era precisamente por respetar infundios y supersticiones carentes del sostén de la razón y los datos. Pues el de Oliva estaba comprometido en la reforma de las prácticas religiosas de su época, y no era nada deísta y en absoluto ateo. Y si bien es evidente que nunca escribió ningún Tratado sobre la tolerancia, ni estableció las bases de ningún Contrato social, ni tampoco participó en ninguna Declaración de Independencia como la de los estadounidenses, a cambio tampoco tenemos que lamentar que fuese antisemita y homófobo como Voltaire, ni un misógino patriarcalista como Rousseau, ni que se viera en la necesidad de justificar la esclavitud, como Jefferson.
Fuese la hispánica una "ilustración de funcionarios", como la denomina Paul Ilie, o sea imposible aplicar el calificativo al sur de Europa, "que siguió siendo religioso, trágico, dionisíaco, moralista y bizantino", en palabras de J. M. Bermudo, lo más destacable del artículo del señor Domínguez es, sin lugar a dudas, el argumento a fortiori con el que cuestiona la congruencia de crear un museo dedicado a la Ilustración: dado que él considera que no hubo ilustración valenciana ni española, no debiera existir un museo dedicado a ella por estos lares. Olvida o quizá desconoce el señor Domínguez que ese museo sito en Valencia y auspiciado por su Diputación está dedicado a la Ilustración europea y genérica, en la que, ciertamente, nos hemos atrevido a incluir ese puñado de personajes valencianos e históricos indignos de merecer atributo tan alto. Un museo que incluso pretende dar a conocer y a valorar los signos más distintivos de ese movimiento, irregular y magmático, que hemos dado en llamar Ilustración y que inaugura la modernidad. O la inventa. Y cuyos planteamientos siguen estando vigentes, como demuestra el debate sobre la posmodernidad.
Porque se trata de signos y valores actuales y cotidianos (tolerancia, pluralismo, racionalismo, justicia social y un inagotable etc) que no disfrutaron aquellos hombres mal o bien llamados ilustrados, pero que prefiguraron o, al menos, formularon su necesidad. Claro que igual los valencianos tampoco somos dignos de arrogarnos la posibilidad de buscar en nuestra rebotica histórica referentes cercanos, modernos y modernizadores que, en justicia histórica, no nos pertenecerían y, por tanto, tampoco debieran formar parte de nuestro futuro como sociedad. Quizá tan sólo merezcamos, por méritos históricos, reivindicar reyes feudales, escritores cuatrocentistas y edificios góticos como únicos santos patronos y señas de nuestro porvenir y futuro y jamás, por supuesto, a aquellos otros que abocetaron lo que ahora disfrutamos: unas condiciones de vida más justas y ventajosas. Pues el de la Ilustración también fue un movimiento con vocación reformista, aunque por supuesto ni Jovellanos ni Campomanes estarán a la altura de un Turgot o un Struensee, a juicio de nuestro preopinante.
O claro, también puede ser que el señor Domínguez desconociera estas intenciones de ese Museo de la Diputación. Entre otras cosas, porque nadie le pide a un opinante que esté informado ni que pierda el tiempo documentándose. Eso son cosas distintas. Tan distintas y distantes como el árido rictus cientista de Gregorio Mayans y la jovial algazara de risueñas palabras que se deslizan, pizpiretas y traviesas, por los ribetes ensayistas de la obra del señor Feijoo. Lo dicho, Marañón vive.
Rafael Company y Marc Borràs son coautores, junto a Boris Micks, del proyecto museológico y museográfico del Museu Valencià de la Il.lustració de la Diputación de Valencia.
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