Mira
MIQUEL ALBEROLA
El escritor Joan F. Mira acaba de cumplir sus bodas de plata en el negocio de la letra impresa, si es que es admisible este eufemismo cuando se utiliza una lengua minorizada como vehículo, y con el cúmulo de reticencias derivadas de la criminalización por el episodio político de la transición, que algunos tratan de sustituir por el Imserso para construirse una jubilación dorada. Al margen del oportuno acto de coba lírica que le organizó su editorial, no se le ha ocurrido mejor modo de celebrar este aniversario que largarse a la parte norte del Montseny para constatar el otoño en las hojas del bosque y disfrutar de ese prodigio vegetal como si fuese una función de ópera. Ignoro si se pone pajarita para asistir a ese acontecimiento, pero estos ademanes son los que dan la verdadera talla del personaje que lleva dentro. También él vive su plenitud otoñal con los fogonazos de colores con que lo iluminan por lo menos cuatro de sus libros, dos ensayos y dos novelas, que se han convertido en referentes con capacidad para sobrevivir al efecto 2000. Ésas son, en definitiva, las pistas de su existencia, y son de agradecer entre la sobrecosecha de miscelanistas y fracasólogos que ha suministrado y subvencionado el país para desgracia propia. Aunque a menudo, Mira ha sido víctima del malentendido que transfiere su actitud defensiva, tan acorde con su gestualidad, que muchos llegan a asociar con la petulancia y otros trastornos que, pese a ser frecuentes en el gremio, le son ajenos. Si se traspasa la capa de milímetro con que lo blinda su temperamento, debajo sólo hay un tipo solvente con la pinta de un antropólogo de Southampton, que admira a Hércules y debe su vida a una cabra, como Zeus. Sólo que hay que cambiar el monte Ida de Creta por la pedanía de La Torre y matizar un par de asuntos más: su padre no quería comérselo, sino salvarlo, y en su caso el cuerno de la abundacia era una metáfora de las ubres de la propia cabra, que a la vez lo eran de las ninfas. Por lo demás, debajo de esa costra psicológica sólo hay un tipo lúcido que profesa un gran amor a su país y a su ciudad. Pero sobre todo, que dedica diez horas diarias a escribir para poder cumplir ese compromiso con honestidad.
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