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La política como negocio

Agustín Ruiz Robledo

"GIL, Grupo Independiente Liberal, necesita altos ejecutivos, profesionales con preparación política". Hojeando las páginas salmón de ofertas de empleo de EL PAÍS me he topado con este anuncio que, de repente, me ha desvelado lo que me parece el rasgo más característico del GIL y que, hasta ese momento, no acababa de vislumbrar. Creo que lo típico de este partido no es la demagogia de su fundador-propietario, ni su tendencia autoritaria, ni sus métodos poco ortodoxos para gestionar los poderes locales (tan poco ortodoxos que antes o después posiblemente supondrán el fin de su carrera política, vía condena judicial). Lo típico del GIL es algo previo a todo eso y quizá tan evidente que no se suele señalar: su concepción de la política como negocio y la del partido, como empresa. Desde las primeras declaraciones de Jesús Gil, diciendo que se presentaba a las elecciones de Marbella para salvar sus empresas y su "somos un partido gestor, sin ideología", hasta la reciente dimisión de varios concejales gilistas de Ayuntamientos en los que están en la oposición porque no ganaban suficiente dinero, las hemerotecas están llenas de pruebas de esa forma de pensar.Aunque a Jesús Gil se le pueda tachar de personaje de otra época, su idea de la política como negocio es algo nuevo, un claro enfrentamiento con la concepción de la política como servicio público. Se podrá argumentar que no es ninguna idea original, que ya en el catecismo de los industriales, Saint-Simon defendía en 1823 que los empresarios se encargaran de los negocios públicos, porque habían demostrado su valía en los privados. Igualmente se dirá que Anthony Dows y su escuela llevan ya 40 años aplicando análisis económicos a la democracia. Incluso en España hay quien ha considerado que los grandes partidos son empresas cuyos comités ejecutivos actúan como consejos de administración que incrementan o reducen plantillas según les vaya en el mercado político. Sin embargo, hasta donde conozco, no hay ningún otro partido, ni dentro ni fuera de España, que él mismo haya asumido expresamente la idea de la política como negocio, por más que aquí y allá algunos empresarios hayan dado el salto al mundo político, incluso fundando sus propios partidos (Silvio Berlusconi y Ross Perot son los dos ejemplos que me vienen a la cabeza) y por más que muchas personas hayan hecho de la política su forma de vida.

Precisamente, creo que buena parte de la fuerza del GIL tiene su origen en el desfase entre el ideal socialmente dominante de la política como servicio público y la opinión, tan difundida, de que los políticos sólo buscan su provecho particular: el GIL viene a decirle a los electores que ellos no esconden su interés de hacer negocio, como los demás; pero que, a cambio, ofrecen la eficacia de una empresa privada que resuelve los problemas locales (empezando por la limpieza y la seguridad). Cualquiera que haya tenido ocasión de hablar con votantes del GIL habrá observado no sólo que no les importan los métodos heterodoxos para resolver la inseguridad ciudadana, sino que ante lo evidente de sus prácticas ilegales, con más de 60 denuncias ante los tribunales, se encogen de hombros y añaden una frase del tipo "los otros robaban más y encima no hacían nada".

Por eso, la táctica de enfrentarse al GIL acusándolo de corrupto ha dado tan poco resultado en las últimas elecciones locales, como demuestra que ha sido el partido más votado en casi todos los municipios donde se ha presentado. Las coaliciones poselectorales para cortarle el paso a algunas alcaldías pueden no servir de nada dentro de cuatro años si los nuevos gobiernos municipales no consiguen actuar de forma tal que, primero, muestren una congruencia entre sus declaraciones de la política como servicio público y sus actuaciones concretas, y, después, realicen una eficaz gestión de los asuntos locales dentro de la más estricta legalidad. Diciéndolo con términos tomados de Max Weber, al GIL hay que derrotarlo en las dos esferas sustanciales del poder público, la de la legitimidad y la de la eficacia.

Agustín Ruiz Robledo, profesor titular de Derecho Constitucional de la Universidad de Granada

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