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Se vende felicidad

Hace unos días saltaba a los medios de comunicación la noticia de que se van a crear dos oficinas de representación de los intereses valencianos en París y en Londres. Tranquilícense: no se trata de embajadas ni de consulados, el poder valenciano no llega a tanto. Parece ser que el objetivo fundamental es cuidar la imagen turística de la Comunidad Valenciana y vender felicidad a los turistas; no se descarta abrir nuevas delegaciones en otras ciudades. Con todo, me queda la duda de si estas agencias no se encargarán también de asesorar a los turistas valencianos en el exterior. La verdad es que buena falta nos hace. Cualquiera que comparta vuelo a La Habana con una jauría de hombres españoles, parte de ellos valencianos, que intentan aprovecharse de la situación cubana para practicar turismo sexual barato y que nada más embarcar empiezan a soltar frases soeces y a hacer comentarios machistas, sabe de qué estoy hablando. Cualquiera que haya coincidido con un grupo de mujeres españolas -algunas valencianas- en cualquier zoco o bazar de un país del tercer mundo, recuerda con vergüenza la orgía consumista a la que estaban entregadas y a la que dedicaron casi toda su estancia en el mismo. No sólo son impresentables los clubbers británicos de Ibiza: a nosotros, como turistas, tampoco hay quien nos aguante y bien nos vendrían algunos cursillos de emergencia. Sospecho, con todo, que esas agencias no se ocuparán de ello, así que volvamos a la promoción turística de la Comunidad Valenciana. No descubro ningún secreto si digo que somos una potencia turística y que cada verano albergamos a millones de personas. Tampoco es un secreto para nadie que nuestra economía depende fuertemente de dicha actividad y que la vida de muchísimos valencianos se vería seriamente afectada en caso de estancamiento de la corriente turística o, peor aún, de retroceso del número de visitantes. Y, sin embargo, no hay que ser ningún lince ni experto en economía para intuir que el ritmo alcista de que gozamos se acabará más pronto o más tarde y que un mal día empezaremos a ver cómo quedan habitaciones de hotel sin ocupar, cómo hay mesas vacantes en los restaurantes en pleno agosto y cómo la falta de demanda de apartamentos empieza a dejar paradas las grúas y a los que las manejan.

A los siete años de vacas gordas les seguirán otros tantos de vacas flacas y esto sucederá inevitablemente, pero no sólo a nosotros. Esto es verdad y el que no se consuela es porque no quiere. Cuando un estornudo de Wall Street haga temblar las bolsas mundiales, caerán los pedidos de aparatos electrónicos y Japón sufrirá, se comprarán menos coches y Alemania tendrá dificultades, nadie necesitará importar tanto petróleo y los países del Golfo Pérsico verán disminuir su nivel de vida. No obstante, siempre que no llegue una crisis de dimensiones desconocidas, se seguirán vendiendo ordenadores, coches y productos de plástico. Lo contrario supondría un regreso a las tinieblas de la Edad Media. Pero sólo se comprará lo estrictamente necesario. Nadie cambiará de coche, de ordenador o de menaje hasta que se le estén cayendo a pedazos. Así vivían nuestros padres y así se vive aún en la mayor parte del globo.

Lo malo es que nuestros padres no salían nunca de vacaciones y los ciudadanos de Bulgaria, de Honduras o de Filipinas, tampoco. Si hay una recesión económica, lo primero de lo que habrá que prescindir serán los productos turísticos masivos y entre ellos, muy señaladamente, los valencianos. Porque éste es el problema. El modelo de turismo que se viene fomentando en la Comunidad Valenciana es el de masas, el de dar poco y mediocre a muchísimos, en vez de ofrecer mucho y bueno a bastantes menos. Lo cual, por cierto, también ha tenido sus aspectos positivos. Que millones de ciudadanos que tienen que apretarse el cinturón y vigilar sus gastos de cada día cifren parte de su felicidad en venir todos los veranos a visitarnos constituye un motivo de orgullo. No estoy propugnando un modelo turístico elitista, hecho de campos de golf y grandes fincas valladas, cuyos afortunados propietarios se reúnen en fiestas exclusivas.

Mas lo cortés no quita lo valiente. Hemos tendido los brazos a todo el mundo, pero en el camino quedaron nuestras playas, ahora cercadas por hoscos y altísimos bloques de apartamentos, nuestros montes, desertizados reiteradamente y tal vez ya sin remedio, nuestro patrimonio artístico y arqueológico, que se llevó la piqueta. De momento poco importa. Pese a las protestas de los ecologistas y demás gente rara, la cosa marcha porque, realmente, no tenemos competencia. Ningún país europeo puede ofrecer tantas camas como España, y dentro de ella, ninguna región como la nuestra. Estupendo. Pero cuando el criterio de selección ya no sea cuantitativo sino cualitativo, ¿quién nos elegirá como destino para sus vacaciones? No estamos acostumbrados a competir. En condiciones de restricción económica en las que sólo viajan los turistas de cierto poder adquisitivo, cuando el precio ya no resulte tan determinante, ¿qué visitante preferiría la Comunidad Valenciana a las islas griegas, a la costa tunecina o, sin salir de España, a Menorca? Los valencianos que cada verano y cada puente inundan esos destinos deberían abrir los ojos de una vez y crear un estado de opinión menos autocomplaciente.

Ya ven que nuestras oficinas en París y en Londres lo tienen difícil. Porque si de lo que se trata es de ofrecer sol y playa, con paella en el descanso, esta cartelera no es necesaria, pues los anuncios por palabras de todos los periódicos europeos, plagados de ventas y alquileres de apartamentos en la costa valenciana, hablan por sí solos. El objetivo de las susodichas agencias será -imagino- el de convencer a los turistas de que la Comunidad vale la pena. Lo malo es que hoy por hoy, aparte de la calidad del agua y de la arena, aspecto en el que sería injusto no reconocer lo que se ha avanzado, el panorama resulta desolador. El turismo es algo más que tumbarse boca arriba en la playa y pensar en las musarañas. Para ese público de la crisis hay que buscar una imagen de marca hecha de tranquilidad y de circuitos ecológico-culturales. Desgraciadamente, cuando ninguno de los bellísimos parajes interiores ha logrado ser protegido y cuando el desenfreno del ruido ha convertido nuestras noches estivales en un infierno, mucha imaginación habrá que echarle a la imagen. A no ser que nos liemos la manta a la cabeza y simplemente pogamos un cartel a la puerta del territorio: se vende. Por defunción o por derribo, a elegir.

Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia. (lopez@uv.es)

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