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Representación, abstención

PEDRO IBARRA

Escucho a airados contertulios radiofónicos decir que el personal se abstiene de votar porque está harto de la ambigüedad programática de las campañas electorales. Los políticos no prometen cosas concretas, ni mensurables, ni, sobre todo, comparables; y así, nos dicen, el votante pasa, le da igual quien salga ganador. Algo hay de cierto. Pero tampoco está claro que si las campañas fuesen una exhibición exhaustiva de programas electorales y la correspondiente y rigurosa competición entre ellos, se reduciría la abstención. Da la sensación de que los límites reales de la democracia representativa (no se eligen los contenidos de las decisiones políticas, sino a aquellas personas que -ellos y sólo ellos- eligirán esos contenidos) y la inmensa complejidad de los contenidos y procesos decisorios, no permiten excesivas habilidades discursivas electorales.

La democracia representativa tiene sus anclajes antropológicos y sus reglas de juego. La democracia representativa no pretende que la gente decida, a través de representantes, la prioridad o prioridades de los bienes públicos, que decida en y para lo público. La democracia representativa afirma que el personal lo que tiene que hacer (y lo que de verdad quiere hacer) es dedicarse a sus asuntos privados y que otros, los políticos elegidos, se dedicarán a decidir y a gestionar lo publico. Y para eso basta con que esos otros no sean demasiado trapaceros y no digan demasiadas majaderias en las campañas. Los que se quejan de los discursos electorales vacíos deberían promocionar la acción cotidiana de los ciudadanos en la cosa publica, en la participación política. Cuando esa práctica sea rutina, la banalidad de los políticos en campaña será mucho más evidente, y mucho más despreciable.

Otra forma de resolver el problema de la representación política es la abstención. Aquí, obviamente, no existen diferencias entre representados y sus representantes. Lo que surge es otro problema. Si la comunidad no nombra a aquellos que han de ejercer el poder puede ocurrir que cualquiera decida que él (o él y sus amigos) es el que expresa el espíritu de esa comunidad, y ya tenemos montada la dictadura. El asunto -parece inevitable- nos lleva reconsiderar las relaciones entre las propuestas abstencionistas de HB y la democracia.

La decisión de no ceder la representación, de que un grupo retenga su capacidad soberana original, resulta más democrática que cederla. Si entendemos que hay más democracia cuanto más cerca del individuo se toman las decisiones que le afectan, hay mucha más democracia cuando coincide plenamente el individuo (o la comunidad) afectado por la decisión con el individuo (o la comunidad) que decide. Sin embargo, en nuestro caso, esa situación es solo potencialmente más democrática, por cuanto que esa comunidad abstencionista de momento no ha tomado ninguna decisión. Por lo que debemos ver qué desarrollos prácticos de esa legítima opción, quebraría su dimensión democrática.

Uno. Si su puesta en acto, si el ejercicio de decisiones políticas, no se lleva acabo por todos los que habitan en el territorio que vaya a ser afectado por las decisiones, al margen de que hayan sido o no con anterioridad abstencionistas. Es decir si sólo decidiesen los abstencionistas. Dos. Si en el ejercicio de la campaña abstencionista se impide el voto. Y conviene recordar que son amplias las formas impedirlo; por ejemplo, en muchos lugares basta con que un grupo ponga cara de estar apuntando a los que se acercan al colegio electoral.

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Es decir, se quebraría esta potencial opción democrática si con la abstención HB eligiese la involución; si de nuevo quisiera imponernos su maniquea división de vascos buenos y vascos traidores. Y reforzaría su apertura por la transformación democrática, si la abtención fuese una forma de testimoniar que, desde la libertad, es posible y deseable impulsar un nuevo proceso democrático en el País Vasco. Para el País Vasco. Ellos verán.

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