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Apuntes sobre una nueva etapa JOAN B. CULLA I CLARÀ

1. Y bien, admitámoslo: el resultado electoral del pasado domingo es el más endiablado que la historia del parlamentarismo catalán haya conocido. Lo es por la poco común divergencia entre la lista más votada y la que obtiene más escaños, por el tamaño casi idéntico de los tres bloques ideológicos posibles (68 asientos para el nacionalismo, 68 para el centro derecha, 67 para la izquierda), por lo ajustadísimo de las mayorías viables, y hasta por los sobresaltos de la noche del escrutinio, que dejaron en el estado mayor maragallista un poso de incredulidad y de frustración. Como dijo Lucien Bouchard en octubre de 1995, después de ver escaparse por unas décimas la victoria en el referéndum sobre la soberanía del Quebec, "perder así duele". En estas circunstancias, es lógico y lícito que Pasqual Maragall quiera rentabilizar lo que ha sido una subida fulgurante, que proclame su victoria moral como bálsamo de escozores personales y colectivos y que rechace asumir el rol del derrotado. Lo que ya no es de recibo es cuestionar el resultado real de los comicios y sus efectos institucionales, so pena de confundir la habilidad política con la pataleta o la mala crianza.2. Los votos del 17 de octubre han dibujado un par de grandes bloques de electores de envergadura muy semejante -casi 1,2 millones de personas cada uno de ellos- polarizados, respectivamente, alrededor de Jordi Pujol y de Pasqual Maragall. Y contra lo que han asegurado la demagogia, el sectarismo y la indigesta retórica preelectoral, ni uno de esos dos bloques corresponde a la siniestra caverna reaccionaria, a los masoquistas súbditos de una dictadura apenas maquillada, a los nacionalistas ensimismados y excluyentes, ni el otro está formado por una caterva de botiflers descastados y de inmigrantes perpetuos, aderezada con un puñado de rojos y de españolistas encallecidos. En realidad esos dos bloques constituyen, entre ambos, una parte sustancial de nuestra sociedad civil, y presentarlos artificialmente como antagonistas supondría el mayor error en la política catalana de los próximos tiempos. Sería un error táctico con vistas a atraer del campo rival las adhesiones necesarias para deshacer el empate. Y sería un funesto error estratégico en términos de país, porque la Cataluña del siglo XXI no podrá ser gobernada ni contra ni de espaldas a quienes hoy se definen como pujolistas o maragallistas.

3. Variación sobre el apunte anterior. Después de haber denostado tanto el famoso oasis catalán, algunos pueden sentirse tentados de promover ahora la jungla catalana. Que para Pujol la próxima legislatura no va a ser plácida es una pura evidencia. Que la oposición socialista puede y debe experimentar un cambio cualitativo en intensidad, en contundencia, en persistencia, en presentación de alternativas, no admite duda. Ahora bien, a mi modesto entender, quien confundiera eficacia opositora con deslegitimación sistemática y apostase por la inestabilidad crónica como atajo para alcanzar una disolución anticipada del Parlament se equivocaría y perjudicaría sus propios intereses como alternativa de gobierno solvente y creíble.

4. Para Convergència i Unió -21 años de edad-, para Convergència Democràtica -25 años el mes próximo-, las elecciones del domingo marcan un hito trascendental. Después de que el suave declive iniciado en las municipales de 1995 haya alcanzado seriamente a su baluarte de las autonómicas, ni al partido ni a la coalición les basta ya, para encarar el pospujolismo, con la simple continuidad, con el relevo del fundador por otro líder consensuado y ungido. Si ni siquiera un Pujol pletórico ha logrado mantener los resultados anteriores, es que la fórmula originaria ha tocado techo. Sin desecharla, pues -moviliza aún 1,2 millones de votos-, quienes aspiren a la herencia deben renovar, oxigenar y ensanchar la plataforma política del nacionalismo mayoritario, clarificar la incardinación entre los dos partidos que lo componen y, de paso, mejorar la eficacia gestora de la Administración catalana. No son tareas sencillas, lo sé, pero confiar en el inmovilismo, instalarse en el más de lo mismo durante los próximos cuatro años, sería tanto como darse ya por vencidos en los comicios del 2003.

5. Ante el escenario poselectoral, el dilema de Esquerra Republicana consiste en escoger si prefiere pasar el cuatrienio que viene denunciando, desde el purismo nacionalista, las debilidades y renuncias de CiU en este campo, y atrayendo a los probables agraviados por el connubio entre Pujol y el Partido Popular -un flujo apreciable pero no masivo, a juzgar por los precedentes, y además disputado con el PSC-, o bien integrar con CiU un gobierno de coalición que permita a los republicanos participar desde dentro en la forzosa reestructuración del espacio nacionalista después de Pujol y adquirir tanto imagen como experiencia real de poder. ¿El riesgo de vampirización? Existe, desde luego; pero opino que esta hipotética coalición ERC-CiU se parecería a la de 1984-87 lo que se parecen -políticamente hablando- Josep Lluís Carod Rovira y Joan Hortalà.

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