De haciendas y leyendas
La plazuela del Cordón, a espaldas de la plaza de la Villa, centra y resume las castizas esencias del barrio de los Austrias, grave responsabilidad que acomete con brío pese a sus escuetas dimensiones. La Casa del Cordón, que le diera nombre y nombradía, cayó bajo la piqueta a mediados del pasado siglo y en su lugar se levantaron dos edificios de viviendas que ponen un punto galdosiano en el severo entorno austriaco y que no desmerecen por su empaque de los palacios, conventos y caserones que sobreviven en las orillas de la calle del Sacramento, breve pero crucial en la historia de Madrid y de las Españas.En la Casa del Cordón, que fue propiedad de la familia Arias Dávila, condes de Puñonrostro, tuvo sus habitaciones y sus prisiones un personaje de leyenda de los que apenas caben más de dos por siglo, aunque el suyo, el XVI, registró en estas latitudes una cosecha especialmente abundante. Antonio Pérez, primero fiel secretario y confidente de FelipeII, luego preso político, traicionado por su rey y sometido a torturas con su consentimiento, fue un aventurero experto en fugas, intrigas y conjuras en cuya ajetreada y novelesca biografía se mezclan a menudo la realidad y la ficción.
Junto a la Casa del Cordón estaba y sigue estando la Casa de Cisneros, relevante obra del plateresco madrileño que nunca llegó a albergar al cardenal y regente que la mandó edificar, correspondiéndole el honor a su sobrino Benito Jiménez de Cisneros. Aquí también sufrió prisión y tormento el cuitado Antonio Pérez, acusado del asesinato del secretario de don Juan de Austria, Juan de Escobedo, envenenado con la imprescindible connivencia de Felipe II, que llegó a dar a su hombre de confianza algunos consejos sobre la correcta administración de la pócima.
Las peripecias y las fugas del escurridizo Antonio Pérez siguen trayendo de cabeza a historiadores y cronistas. Pérez estuvo preso en dos momentos distintos de su vida en dos casas casi contiguas de la misma calle, la de Cisneros y la del Cordón, y se fugó de ambas; si bien la primera de sus fugas resultó abortada en su inicio. En esa ocasión el secretario utilizó un pasadizo que comunicaba su casa prisión con la vecina iglesia de San Justo y trató de escapar por la estrecha calle del Panecillo.
La iglesia de San Justo, hoy basílica pontificia de San Miguel, es una peculiar construcción con la fachada curva para sacar todo el partido posible de su menguado solar. Obra de Santiago Bonavía, es una de las escasas muestras madrileñas del barroco tardío o rococó y cuenta con una profusa decoración que incluye en la portada cuatro nichos laterales con las imágenes de la Fe, la Esperanza, la Caridad y la Fortaleza y un óvalo central con el martirio de los santos Justo y Pastor, patronos del templo. La basílica y sede diplomática de la Nunciatura incorporó hace poco una soberbia, en su acepción más amplia, imagen del beato Escrivá en uno de sus altares laterales.
El mínimo y lóbrego callejón del Panecillo recibe su nombre del reparto de pan a los pobres que se efectuaba desde una ventana del templo, tradición que no duró mucho por los altercados que los beneficiarios del chusco solían organizar en la cola. La calle del Panecillo era, dicen las crónicas, refugio y guarida de malhechores, mucho antes de que Ramón Gómez de la Serna, en su callejeo elucidatorio, le llamara "callejón tétrico, nido de tordos en la angostura de la noche, soplido de lechuza en la paz de la manzana".
A Ramón le gustaba perderse por estas callejuelas que ya figuran en el plano de Texeira. "Hay un momento en el paseo nocturno de Madrid", escribió, "en que todo se confunde, en que la calle pare un nuevo plano intrincado, el plano en chico de una ciudad grande, un revoltijo de calles en intrincada revuelta, un raquítico planisferio".
La plaza del Cordón debe ser visitada en horarios de tarde y noche para quitarle el tránsito peatonal de sufridos y nada literarios ciudadanos que acuden a las oficinas de la Hacienda municipal con sus prosaicos asuntos de tasas y exenciones. El Ayuntamiento amplía sus dependencias de la plaza de la Villa sin respetar ni la paz, ni la arquitectura tradicional. A pocos metros de la plazuela, en un ensanche de la calle del Sacramento, hace años que se perpetró un atentado con forma de aparcamiento, con barandillas de diseño y una incongruente cascada escalonada.
A las cuatro de la tarde de un día soleado de otoño las puertas de la basílica están cerradas, pero cabe suponer que pronto se abrirán para celebrar una boda porque los dos primeros trabajadores de la ceremonia ya han llegado: el primero, el mendigo de guardia que está apostado en el quicio ensayando la pose petitoria; el segundo, el fotógrafo cargado con la bolsa de sus herramientas.
Pasado el horario de oficinas, no hay muchas incidencias que contar en esta zona desprovista de comercios. Entre la calle Mayor y Puerta Cerrada, el único establecimiento a la vista es un restaurante típico, con fachada de azulejos, que se llama La Quinta del Sordo. Turistas embobados y dispersos juegan también a perderse en este laberinto que, a la caída de la noche, adquiere sus irreales proporciones de quimera. Buen momento para recordar las leyendas que nutren el patrimonio de sombras del barrio de los Austrias: la del guardia de corps que perdió su espadín y ganó la salvación tras una noche lúbrica y una mañana de espanto, o la del cristiano que no quiso tomar la comunión de manos de un sacerdote deforme y monstruoso y al llegar a su domicilio y mirarse al espejo se encontró tan desfigurado como el otro. Leyendas y memorias de nombres ilustres y efemérides trágicas.
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