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El tiempo y la edad

"Mientras cruzábamos la laguna -narra el Dante- apareció ante mí uno lleno de fango, y dijo: ¿Quién eres tú que vienes antes de tiempo?". Pues es cierto que cada cual tiene su lugar ideal en el tiempo y no le es indiferente la época histórica en que le haya tocado nacer. Un individuo puede adelantarse a su tiempo -y ser entonces un genio o un desgraciado- o puede surgir tarde y encontrarse con un mundo que no es el suyo, en el que andará desconcertado, como esas personas que llegan siempre cuando se están apagando las luces del escenario.El tiempo de cada vida no suele ser el que cuenta el calendario; para explicar su actividad hay que restarle o sumarle las horas extraordinarias de sueño o de vigilia. Con razón Miguel Torga anotaba en su Diario: "El mundo duerme y yo velo, como es mi costumbre. Desde niño mi vida ha sido más larga que la de los demás. Mis ochenta años se han duplicado...". Su colega español, el ilustre don Gregorio Marañón, dormía también tan parcamente que su tiempo era generoso y le daba para su intensa vida profesional -clínica y de investigación- y para su labor de escritor y de historiador y aún le sobraban algunas briznas para ser hombre de mundo.

El sentirse joven o viejo no depende tanto de los años cumplidos como de las posibilidades que vea cada uno en su futuro, que es la perspectiva del porvenir. Y cabe, como quería el Conde-Duque de Olivares ante la decadencia paulatina del Imperio español, morir haciendo. El hombre moderno no habla mucho de la muerte porque "no cree en la supervivencia y en una superación de la muerte por ella (Scheler)". Quedamos reducidos a la certeza de que hemos de morir aunque pensemos que hay derecho a morir pero no a que nos mueran. Nuestra muerte nunca la veremos y esa extraña desaparición sólo la percibimos en los demás; de ahí que nos interese mucho lo que hayan pensado los grandes escritores sobre esa hora de la declinación.

Cada cual en su proceso vital ve que la vida consiste en algo "que se escapa y algo que se acerca", es decir, en melancolía y expectación a la vez. Mas es gran verdad lo que Lope de Vega decía de que "engaño es grande contemplar de suerte / toda la muerte como no venida / pues lo que ya pasó en nuestra vida / es no pequeña parte de la muerte", en un poema que ha desenterrado José Hierro en su último libro.

La vejez -vejez vital y no necesariamente por edad- asoma cuando se va estrechando el horizonte y consiste como escribía Turgeniev a su amigo Flaubert en 1872 "en una gran nube macilenta que se extiende sobre el porvenir, el presente, o incluso el pasado, al que entristece resquebrajando sus recuerdos". Los años se sienten al ver llenos de lugares vacíos los círculos familiares y de nuestras amistades, y sentir la ausencia de algunas mujeres de las que estuvimos enamorados. Pero no creemos, como afirmaba Baroja en un raro momento de optimismo que "aunque alcancemos edad provecta, todos tenemos actividades dormidas en la conciencia, desde las mejores hasta las más venenosas... como les ocurre a los viejos troncos... y el viejo que muere a los 90 años aún tenía zonas vírgenes en el cerebro"...

Son dos grandes maestros hispanoamericanos los que nos han dicho cosas profundas sobre ese momento en que la vida pierde su nombre. Uno, Gabriel García Márquez, al hablar de uno de sus personajes: "Así que dejó las cosas como estaban. Sin darse cuenta, empezaba a diferir sus problemas con la esperanza de que los resolviera la muerte". Otro, Ernesto Sábato, al que admiro hondamente por su prosa y por su calidad moral, que Antes del fin (libro cuya lectura recomendaría a los jóvenes) describe su melancolía: "Y cuando la vida había ya marcado en mi rostro las desdichas, cuántas veces en un banco de la plaza, apesadumbrado y abatido, he esperado nuevamente el tren de regreso". Al leer eso ¿no está resonando la letra arrabalera que citaba el propio Sábato en sus ensayos sobre el tango, en la cual el cantor medita sobre el paso del tiempo?: "Esta noche para siempre / terminaron mis hazañas / un chamuyo misterioso me acorrala el corazón...".

Mas para no dar la vida por conclusa y ahuyentar la melancolía es menester que aún nos quede algo por hacer de la que hemos creído ser nuestra misión en este mundo. En mi caso el centro de mi vida ha sido, naturalmente, mi padre, José Ortega y Gasset. Por su personalidad, por la originalidad de sus ideas, por el atractivo de su modo de ser, por la bondad de su carácter y por la autenticidad de su vida, nada fácil en estas tierras para el águila -como dijo el poeta- que ha sido España. Y nada podría hacer yo con mayor fruición en estos años postreros de mi propia vida que lograr la reminiscencia del paso de mi padre por la suya. Y aunque la biografía sea, en última instancia, un empeño imposible, cabe desentrañar algo de esa "misteriosa trama de azar, destino y carácter" que era para Dilthey la vida. Así, preparo una Historia de los Ortega, en plural porque creo necesario hablar de los antepasados, especialmente de su progenitor, José Ortega Munilla, renombrado periodista, y de su abuelo, José Ortega Zapata, músico, periodista y hombre de leyes, porque algo heredó de ellos. Sin olvidar a los Gasset, gente asimismo valiosa, que dejó su huella en la España del siglo XIX, el cual, como es admitido, remonta más allá de 1900.

Un libro que tardará en asomar por las librerías porque hace falta tiempo y muchas páginas para relatar las vicisitudes, sus esperanzas y sus desilusiones, de los protagonistas de unas familias que tuvieron indudablemente genio y figura.

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