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La mancha JOAN B. CULLA I CLARÀ

Señor presidente: he sabido por los medios de comunicación que el pasado domingo, al clausurar el congreso de su partido en la Comunidad de Madrid, protestó usted de que se tenga al PP de Cataluña como un actor secundario en la política catalana y preguntó "qué mancha histórica tiene el Partido Popular" que justifique esa consideración despectiva cuando no hostil. Pues bien, dado que el rechazo existe empíricamente -basta evocar el papel de espantajo que los eventuales pactos con el PP desempeñaron en la campaña de las generales de 1996 y han tenido en la que hoy finaliza-, me gustaría tratar de explicarle sus causas, que son en efecto históricas y culturales. Espero que me disculpe la osadía.Empezaré por recordar que durante el último lustro del franquismo, mientras en Cataluña se fraguaban la cultura y los actores democráticos aún hoy hegemónicos, los futuros fundadores de Alianza Popular mantenían una lealtad acrisolada a la dictadura y servían a sus Principios Fundamentales como ministros o embajadores, incluso después del óbito del Caudillo. ¿No adivina, señor Aznar, quién era en febrero de 1976 el titular de Gobernación a cuyas órdenes los grises persiguieron y apalearon a miles de barceloneses que se manifestaban convocados por la Assemblea de Catalunya? Era don Manuel Fraga Iribarne, célebre autor del eslogan "la calle es mía". En el clima de kermesse izquierdista y autonomista de la primera transición, cuando hasta Jordi Pujol se definía socialdemócrata y hasta el PSOE aceptaba la autodeterminación, poner como cabeza de cartel de AP de Cataluña a un integrista y españolista tan conspicuo como Laureano López Rodó -el único parlamentario catalán que votó contra el retorno del presidente Tarradellas- era una apuesta ya no por la marginalidad, sino casi por el suicidio. Y a punto estuvieron de consumarlo.

Pero no era sólo el problema de unos líderes absolutamente identificados con lo más lóbrego de aquel pasado que la gran mayoría quería dejar atrás, sino también el sentir de sus entonces menguadas y nostálgicas bases. ¿Se ha preguntado alguna vez, señor presidente, cuántos hombres y mujeres de la AP de entonces o del PP de ahora asistieron a la inmensa manifestación del 11 de septiembre de 1977 y al recibimiento de Tarradellas, pocas semanas después? ¿Que eso son monsergas de hace más de 20 años? Puede que se lo parezcan, pero aquellos eventos fueron, le guste o no, las liturgias fundacionales de la Cataluña política actual, y sus líneas divisorias siguen vigentes en la memoria colectiva.

Por otra parte, la década larga que el partido conservador permaneció bajo la jefatura de Manuel Fraga -el hombre de los tirantes y las ideas rojigualdas, el que sostenía que "sólo España es nación, sólo de ella se puede predicar la expresión nacional", el que aspiraba a "fortalecer el sentido unitario y nacional de la patria española"- no contribuyó demasiado a corregir el dépaysement de sus adeptos en Cataluña. Ninguno de los efímeros dirigentes locales entronizados y sacrificados durante esa etapa poseía el más mínimo pedigrí antifranquista o catalanista, y tanto el encumbramiento como la caída de cada uno de ellos evidenciaba su carácter sufragáneo, dependiente, funcionarial; eran los meros delegados territoriales de una empresa política con sede en Madrid, los encargados de una sucursal, ni siquiera los dueños de una franquicia.

Y llegamos así, señor presidente, a un periodo que usted conoce ya mucho mejor que yo. Aquella rareza de origen, aquella excentricidad genealógica de AP-PP en Cataluña que el paso del tiempo y la labor discreta de Jorge Fernández Díaz iban atenuando se convirtió, bajo la batuta de Vidal-Quadras, en motivo de orgullo y banderín de enganche. Desde 1990, el Partido Popular instaló sus reales fuera del terreno común de la política catalana y arremetió contra sus consensos lingüísticos y simbólicos esenciales; con ello, la adhesión de los simpatizantes se vio fortalecida, pero el rechazo de los indiferentes y los adversos también, como quedó patente en el escrutinio electoral de marzo de 1996.

Desde entonces acá, y en mi modesta opinión, los cambios de personas no han corregido la ubicación excéntrica del partido en la geometría político-social catalana; sólo la han expresado de forma menos estridente y menos truculenta, y con el plus de respetabilidad que siempre otorga ser el partido del Gobierno. Más temeroso de perder lo que el vidalquadrismo ganó que impaciente por romper los límites en que aquél se había encerrado, Alberto Fernández Díaz ha hecho una campaña puramente defensiva, tutelada desde Madrid y sostenida sobre dos ideas chocantes para la cultura política del Principado: que Cataluña ya tiene todo el autogobierno que precisa, y que frente a los excesos nacionalistas hace falta un celador indígena, el Partido Popular.

En fin, señor presidente, le escribo todo esto desde la íntima convicción de que, a pesar de su retórica pregunta del otro día, usted ya conoce cuáles son las manchas o dificultades históricas del PP en Cataluña. Al fin y al cabo, cuando hubo de constituir su Gobierno y necesitó al consabido ministro catalán, no lo buscó en las abnegadas filas fraguistas ni en la combativa hueste vidalquadrista, sino que lo halló en quien había flirteado con el PSUC y servido a un Gobierno de Pujol a través de un consejero de Esquerra Republicana. Por algo sería, ¿no? Con mi mayor consideración.

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