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Una tragedia, una reflexión

SEGUNDO BRU

De entre los consejos pitagóricos prefiero el de no atizar el fuego con la espada. No es el mejor momento tras un horrendo delito con fuerte impacto social ponerse a discutir sobre las leyes penales. Tampoco parece muy adecuado, teniendo aún en la retina aquel amasijo de hierros retorcidos y cadáveres de imposible identificación en que se convirtió la estación de Paddington, sugerir siquiera, como ya se ha hecho, que la privatización de las líneas ferroviarias sea el antecedente inmediato y necesario de esta tragedia. Aunque parece oportuno introducir algunas consideraciones a fin de evitar la confusión en que puede derivar el debate que, sin duda, seguirá en el futuro inmediato inducido, lamentablemente, por este terrible accidente. No puede aceptarse la burda demagogia de utilizarlo para contraponer lo público y lo privado. Sí, por contra, es necesario volver a poner sobre la mesa la absoluta necesidad de regulación y recordar que desregular no es lo mismo que privatizar o liberalizar los mercados. Privatizar es cambiar la titularidad de una empresa pública, transfiriéndola al sector privado mediante el pago de su valor. Desregular es reducir la intervención, la reglamentación, del Estado por entender que los mercados menos regulados son más competitivos o eficientes, identificando así caprichosamente la desregulación con un incremento de la competencia y, por ende, de la eficiencia en una típica falacia neoliberal que sólo algún economista animado por la fe del carbonero es capaz de sostener hoy en día, confundiendo la competencia con el laissez faire, con la absoluta inhibición pública sobre el funcionamiento del mercado.

El paradigma de economía libre de mercado son los Estados Unidos de América del Norte. Posiblemente, parafraseando un conocido anuncio de cerveza, el mercado más regulado del mundo, ya sea respecto a la responsabilidad de los fabricantes, en derechos del consumidor, en materia bancaria o en seguridad automovilística. Y, en este sentido, es difícil no coincidir con la doctrina del Tribunal de Defensa de la Competencia español, que en reiteradas ocasiones ha puesto de relieve que no es cierto que liberalizar un mercado suponga desregularlo, que la competencia no implica en absoluto ni falta de regulación ni desatención de los objetivos públicos y que, por tanto, la tarea del regulador consiste en diseñar un marco normativo que garantice la protección de los ciudadanos y que asegure que las empresas no falseen la propia competencia. Si se deja a las empresas actuar libremente, sin ningún tipo de normas, si no existen unas claras reglas de juego, los intereses generales no se respetarán cuando entren en contradicción con la posibilidad de incrementar los beneficios. La desregulación introducida por Reagan en el sector aéreo en los Estados Unidos -donde no había ni una sola línea aérea pública, por cierto- se tradujo en una disminución de las tarifas a cambio de importantes y contrastadas pérdidas de seguridad, puesto que las compañías redujeron inmediatamente los tiempos y actividades de control de los aparatos.

Por consiguiente, incluso para quienes profesan una fe ciega en los mecanismos del mercado, debería primar la prudencia en estos asuntos y, a falta de mejor criterio, aferrarse al viejo consejo de los moralistas católicos: en caso de duda, abstenerse.

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