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Del bucle al lazo

LUIS DANIEL IZPIZUA

No podemos vivir sordos a las voces ancestrales, escribe Jon Juaristi en Sacra Némesis, voces ancestrales que ya poblaban su anterior y célebre bucle. Juaristi parece amarlas, pero afortunadamente ama también otras voces, y su obra ensayística, su obra literaria a secas, es un esfuerzo por concertar ese estruendo polifónico. Como El bucle melancólico, este nuevo libro vuelve a ser un ensayo muy sui generis. Laberíntico y complejo, la voz de Juaristi se nos cuenta en él absolutamente trenzada con esa multivocidad cívica de la que no puede ni quiere desprenderse. Sus palabras parecen volar en un liberado flujo de la memoria, un hablar sobre sí mismo con puntos de partida a veces sorprendentes y que, también a veces, parece discurrir absorto en su propio impulso y sin objetivo determinado alguno. El propósito, sin embargo, existe. La recuperación de la memoria actúa en y desde la historia, y el desengaño ideológico abre el abismo de la propia melancolía, la de Juaristi, no la de los nacionalistas.

Cuando leía los dos primeros, y sorprendentes, capítulos del libro, los dedicados a San Antonio de Urkiola y a la Virgen de Begoña, creía percibir cierta sorna en lo que allí se decía. Seguramente existe esa sorna, pero también es posible que no sea otra cosa que el resultado de la plasmación literaria de una distancia: la que se abre entre la nostalgia personal y la deriva histórica de lo sagrado. Esa deriva histórica nos niega, nos aniquila. Porque, efectivamente, todo comienza con San Antonio de Urkiola y la Virgen de Begoña. Comienza por ahí en la historia personal de Juaristi y en la historia contemporánea de nuestro país, pero a partir de ahí historia personal e historia nacional acaban en una serie de desencuentros. La transferencia de sacralidad a la nación - y el hilo conductor del libro, su tesis diríamos, es el análisis de ese proceso, desde el nacionalismo democrático al nacionalismo étnico- no le satisface a Jon Juaristi ni, dicho sea de paso, tampoco a quien esto escribe. Pues ese trasvase nos aniquila doblemente en la medida en que ha impedido también la consolidación de una sociedad laica. ¿Y qué nos queda entre una nación sagrada que rechazamos y una sociedad secularizada que resulta imposible?

La respuesta puede que sólo sea ya articulable en el contexto de la historia personal de cada cual, pero me resisto a admitir que sea imposible la secularización de nuestra sociedad. Y ahí disiento en cierto modo de Juaristi, tal vez porque quiero ser algo menos fatalista que él, o porque soy un pelín más ingenuo. "En el País Vasco -nos dice Juaristi -sólo existe, hoy por hoy, una comunidad: la abertzale. Fuera de ella uno está a la intemperie. No hay ninguna comunidad democrática, ninguna comunidad española, ninguna comunidad no nacionalista, sino una muchedumbre de individuos aislados, votantes de un partido u otro, ciudadanos de un Estado que ha renunciado hace ya mucho tiempo a defenderlos con un mínimo de eficacia". Efectivamente, no hay una comunidad "española" frente a una "abertzale", que sí la hay, pero esa muchedumbre aislada, ajena a toda sumisión a lo sagrado, resiste, y es ahí donde reside la esperanza para un futuro secular, en la ausencia misma de esa "otra comunidad".

A diferencia de Juaristi, pienso que la defensa del Estado de Derecho y la llamada simultánea a la resistencia civil no resultan contradictorias, ya que la resistencia contra la tiranía está en el fundamento mismo de aquél. El problema, hoy y aquí, estriba en que el Estado de Derecho se halla en entredicho porque nuestras instituciones vascas están en manos de quienes están dispuestos a cargárselo. Ya no es contra el Estado, sino desde el Estado como se ejerce "la capacidad para destruir parcialmente la estatalidad de la nación enemiga" e imponer el estado de excepción, para decirlo a la manera de Carl Schmitt. No se trata, por tanto, de apelar a otra comunidad ni a otro Estado que la defienda, sino de exigir al único Estado que actúe contra quienes lo amenazan o, en caso contrario, de ponerlo en evidencia. Y en eso los partidos democráticos tendrían mucho que decir, dejándose de tácticas partidistas y poltroneras y encarando el problema que nos amenaza. Este no se llama independencia; se llama, como muy bien lo revela Juaristi -y a falta de un término mejor-, neofascismo.

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