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Tribuna
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¡Que vienen!

La corrección política europea se ha alarmado más que los demócratas austriacos con el éxito electoral de Haider y de su partido, candidato populista que yo no votaría jamás por un montón de razones, pero que es necio comparar, en cuanto a ultra, ni siquiera con el francés Le Pen.Ahora bien, pagado el ineludible tributo a la enérgica condena, no estaría de más analizar las causas que han inducido al voto de tantos austriacos. Sin duda, el primero es la eliminación de toda tensión en la alternativa política, dado el largo entendimiento entre socialistas y populares, acentuando la tecnificación y alejamiento de la cosa pública, propia de la Unión Europea, y la omnipresencia excluyente de un pensamiento económico y social único, incapaz no ya de resolver, sino de abordar ciertos problemas situados más allá de la oferta y la demanda y que son los más graves. El mercado es, como dijera un brillante grupo de jóvenes liberales, "la increíble máquina de hacer pan". Pero la derrota de Giscard en 1982 o la de Major en 1987, o, ahora, los éxitos de Haider, muestran que el electorado democrático de un país avanzado no sólo vive de pan. Se necesita también ilusión, identidad, enraizamiento y cosas por el estilo.

Haider ha utilizado con grande demagogia la apelación a la conservación de la propia identidad y la defensa de los intereses y peculiaridades de Austria frente a la globalización y la supranacionalidad. Y el eco electoral de tales cuestiones debería hacer meditar a los demócratas de toda Europa. Si el verdadero liderazgo democrático supone dirigir al pueblo hacia lo que se estima valioso, exige también atender a lo que realmente preocupa a ese mismo pueblo. No para utilizarlo con demagogia, sino para servirlo con lealtad.

Una de estas preocupaciones es, en Austria y parece serlo por doquier en Europa, el incremento de la inmigración. Un hecho que no vale ni negar ni ignorar. Por eso es de aplaudir la iniciativa gubernamental de flexibilizar la Ley de Extranjería y programar la entrada de tres millones de inmigrantes en los próximos años. Ahora bien, sería preciso ir más allá y debatir, sin las convencionales orejeras políticamente correctas, algunas cuestiones claves que la inmigración plantea y sobre las que es necesario optar.

Primero, la emigración es útil porque nutre la población activa, algo especialmente importante en un invierno demográfico como el europeo en general y el español en particular. Pero el caso es que esta saludable inyección se produce a la vez que gran parte de esa población activa se encuentra en paro. O no hay trabajo que ofrecerle y la emigración aumentará el paro, o tenemos un extraño sistema en el cual subvencionamos la quietud de nuestros connacionales e importamos la actividad de fuera. Si ésta es beneficiosa, resulta cuando menos extraño que los albañiles de Madrid sean polacos, los huertanos almerienses magrebíes y los jardineros del Maresme subsaharianos. El que tales trabajos no gusten a los españoles sería plenamente aceptable si existiesen mejores empleos alternativos. Pero que la opción sea en pro de la holganza revela las deficiencias de nuestro sistema de cobertura, y, más aún, de educación y formación.

Segundo, la recepción de emigrantes legales obliga a plantear el problema de su integración. ¿Queremos una sociedad realmente abierta, por cohesionada, y dotada de identidad, o un interculturalismo, fragmentario más que pluralista, que produce tensiones y radicalizaciones? España no tiene aún ese problema; evitémoslo a tiempo.

Tercero, para ello es importante que la programación de la emigración favorezca la venida de quienes son más fácilmente integrables por razón de afinidad lingüística y cultural. Sin duda, iberoamericanos, rumanos y eslavos con preferencia a africanos. Una cosa es la cooperación intensa con el Magreb y otra el fomento de la difícilmente integrable inmigración magrebí.

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