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Pobre Guadaira

Entonces los trenes se veían venir desde muy lejos por el borbollón de humo que iban dejando en la raya del atardecer. Gracias a su maravillosa lentitud, daba tiempo de casi todo, incluso de que cruzaran las vías unos innumerables rebaños de cabras que volvían de triscar por las laderas de Oromana. Pequeño paraíso de lomas y pinares que descendían suavemente hacia un río manso y paisajístico: el Guadaira, antaño el más romántico de Andalucía. No habrá museo en Europa que no se adorne con un rincón suyo, un meandro encantado, una azuda y un molino de aguas productivas. Hoy, dicen, es el río más contaminado de esa misma Europa, la que envió a sus pintores a inmortalizarlo durante todo el XIX y parte del XX, como si hubiera presentido lo que podía ocurrir. Curiosas vueltas de la historia: lo que de allí nos llega ahora (de Bruselas) son cuantiosas ayudas a la aceituna de mesa, aderezada en los pueblos ribereños: Arahal, Morón, y Alcalá, principalmente. Pero ocurre que algunos almacenistas no han querido entender el compromiso a que eso obliga, y siguen vertiendo al pobre río los residuos mortales de su industria.Para entender la dimensión completa del desastre, es preciso volver al tren. El tren de los panaderos, o tren de Alcalá, negro como la carbonilla y quejumbroso como un acordeón,se convirtió en los años de la posguerra en el cordón alimenticio de la capital, Sevilla, gracias a su metódica y cotidiana mercancía. Aquellos panes de formas caprichosas -teleras, bobas, roscas, roscos, cantos, regañás-, todavía olorosos a retama y a leña de olivo. Un pan amasado con la sabiduría de los siglos, desde que romanos y almohades aprovecharan las represas para hacer funcionar los molinos de agua, de los que salía una harina de primor, amén de un repertorio folclórico de bandoleros y gitanos cantaores.

Pan, río y tren. Trilogía de la nostalgia y trípode de la realidad de un pueblo emprendedor, que así consustanciaba lo bello y lo útil en kantianas proporciones. Con los ojos del recuerdo aún se ve: un tren cargado del básico alimento circulando pletórico por la trama de puentes y molinos del Guadaira, abriéndose paso entre un paisaje de bosques de ribera, almeces, álamos blancos, polluelas y martín pescador, poco antes de perderse en el negro túnel de una falsa modernidad.

Pues el tren desapareció en los años sesenta, los del desarrollismo; los panaderos se trasladaron a la capital, y el río ha muerto un año más, dejando su orla de peces asfixiados y un hedor de espumas blanquinosas. Muerte de salmuera y sosa cáustica, y de secretos cálculos contaminantes. Algunos industriales -de Arahal y Morón, sobre todo, según denuncian los ecologistas- prefieren pagar la multa de hasta un millón antes que reformar sus instalaciones, pudrirnos a todos antes que reciclar su podredumbre. O las leyes están mal hechas, o el delito ecológico no recibe la contundencia que merece. Pero ahora que la Consejería de Obras Públicas y el Ayuntamiento, felizmente, quieren recuperar la cinta verde del río, con su tren, alguien tendrá que enseñarles a estos contables de la basura el recto camino. Mejor por las buenas, pero si no...

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