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Paredes

LUIS MANUEL RUIZ

Ahora que los inmigrantes se asfixian en las bodegas de los paquebotes o siguen llegando, inertes como maniquíes, con las olas del estrecho, uno se pregunta por el sentido exacto de ciertos eslóganes estampados con pinturas acrílicas en los muros abandonados de nuestras ciudades. Son pinturas que exigen el masacramiento del extranjero, que piden la silla eléctrica o alguna otra solución drástica para el problema de la inmigración, perpetradas por escritores que se escudan bajo nombres alarmantes que tienen que ver con la integridad de España o las milicias de aquella funesta cruzada que no sé si la memoria termina de desechar. Siempre me pregunté quién escribía aquellas cosas; quién era el autor de todas esas letras enormes, asimétricas, malamente dispuestas de lado a lado del rectángulo de ladrillo, proclamando acrílico en grito convicciones o insultos que quizá no se atrevía a formular con la voz. Y no sólo las proclamas fascistas, xenófobas y estúpidas que pueblan muchas ruinas de fábricas o galpones, sino todas las pintadas, todo ese cúmulo de literatura gigante que se genera en la madrugada, clandestinamente, antes de que la policía comience a patrullar las paredes y ya sea demasiado tarde para truncar el lenguaje.

A veces no sólo encontramos amenazas, obscenidades prolijamente labradas como para resarcirse de la estrechez del decoro, llamadas a la sedición contra las instituciones que nos oprimen; a veces esos muros resquebrajados, que se pudren en las periferias y los descampados, contienen poemas, versos titubeantes de una mano que no ha acertado con el resto, o epigramas de una rotundidad que hace más definitiva el anonimato que las pergeñó. He pensado que hay muchas otras pintadas que redimen, por un necesario efecto de contraste, las atrocidades de quien se sirve de las paredes para ejercer la intolerancia. Hay paredes de amor: dísticos tontos alumbrados por la retórica de las carpetas de las adolescentes, declaraciones tumultuosas y a veces francamente ocurrentes, nombres, sólo nombres, que hacen innecesarios más sintaxis y más tropos. Hay paredes de esperanza: estrofas de esas antiguas canciones de la época en que querían canjearse fusiles por claveles, visiones tan miríficas como imposibles de un futuro en que no se necesitarán plegarias. Y hay, sí, paredes de combate: paredes de derribar paredes, lecturas que invitan al más allá, al otro lado prometido y siempre pospuesto.

Pero por qué las paredes. Por qué la necesidad del escaparate como para que todo el mundo esté obligado a colisionar contra los sentimientos de los desconocidos y a escandalizarse o reír, asentir o disentir sin que sea permitido pasar de largo. A mí me parece que esa escritura mural es un poco vestigio del origen, un resto de cuando la poesía era labor de vates ciegos: la literatura se desangra en las fachadas sin exigir nombres, desnudándose de personas y de rostros, sacando a la superficie los ardores y las esperanzas más subterráneos, sin permitir que las conveniencias dejen ninguna palabra en el tintero, que aquí es aerosol o bote de pintura. Y así, sospecho que las pintadas son en las tapias de las ciudades como los hongos o las flores en los bosques, y que es biológicamente forzoso que tengan que coexistir lo bello y lo siniestro, los champiñones sin mácula y los negros crisantemos podridos.

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