El Pichincha amenaza a Quito
El Guagua Pichincha llevaba 300 años siendo un buen vecino de Quito. Desde 1666 dormía como un bebé para representar mejor su nombre: "guagua", en la lengua quíchua, significa "niño". Pero desde hace días el volcán se despereza para reclamar a gritos el protagonismo que le corresponde en una ciudad que creció por sus laderas y se extiende ya a lo largo de 40 kilómetros y a lo ancho de 5. Quito, angosta y nublada, acoge a 1,5 millones de habitantes, y sus autoridades ya han decretado para ellos la "alerta naranja", que consiste en organizar una eventual evacuación de los barrios más próximos al cráter, en explicar a los quiteños las precauciones que han de adoptar y en conceder vacaciones a todos los escolares. A la espera de que el volcán se decida a estallar, la situación de alarma ha desatado las obsesiones humanas.Los supermercados se han llenado de hombres y mujeres que se aprovisionan de víveres, animados por el miedo. Los vendedores ambulantes ofrecen en los semáforos dos mascarillas por 3.000 sucres (unos 25 centavos de dólar) alentados por el negocio. Algunos pobres ganaderos de las tierras que tocan el volcán se niegan a abandonar sus propiedades si se quedan allí sus vacas y sus ovejas, y amenazan con encerrarse junto a ellas movidos por la desesperación. Los indigentes y los pillos están al acecho para saquear las casas desalojadas, aun a riesgo de envolverse en el lodo, azuzados por la pobreza. El Guagua Pichincha se activó por última vez en 1666, cuando el Ecuador de hoy aún se llamaba La Real Audiencia de Quito (habría de esperar todavía siglo y medio hasta alcanzar la independencia). No se tiene noticia de que entonces ocurrieran grandes desgracias.
Pero en aquel tiempo no vivían 100.000 personas en la falda del volcán, ni se alineaban tres hospitales en la mayor de las quebradas -ahora calles- que encauzarán los lodos (no se espera lava) en el viaje que harán desde el centro de la Tierra hasta el medio del planeta. Ni corrían peligro los quiteños de que el agua potable no alcanzara para toda la ciudad, ni corrían el riesgo de bloquearse kilómetros y kilómetros de cañerías y desagües, ni se sabía del daño que la ceniza en suspensión causa a personas con problemas respiratorios, alergias, asma. Ni, por supuesto, la información fluía como hoy, cuando los quiteños se han convertido en apenas dos semanas en expertos vulcanólogos que hablan con naturalidad de las capas freáticas, los lahares largos, los flujos piroclásticos. El hecho de que cada día se registren científicamente en torno al centenar de sismos por hora dentro del volcán da una idea de la situación.
Quito es una ciudad depositada entre los montes, a una altitud de 2.830 metros, con calles encrespadas que trepan por las laderas y que pueden servir de autopista para los barros que arroje el Guagua Pichincha. En muchos de los grandes edificios del centro (cuyo casco colonial ha sido declarado patrimonio de la humanidad) se han sellado las juntas de las ventanas con cintas adhesivas, y el esparadrapo cruza los cristales para evitar que caigan desmenuzados en caso de que la tierra se mueva; los museos cubren sus salas con plásticos gigantescos para proteger las obras del polvo que se adueñará del aire, los equipos de fútbol buscan estadios prestados para continuar la Liga, los turistas aceleran su salida en previsión de que se cierren los aeropuertos, las emisoras aconsejan precauciones pero no pánico, los hospitales ensayan sus planes de evacuación, se levantan albergues provisionales para realojar a los más pobres, cuyas casas difícilmente resistirán el envite, los colegios se habilitan como refugios (ya se han previsto 25 albergues).
La pequeña localidad de Lloa, desprendida de la ciudad y subida cerca del cráter, se empezó a desalojar el martes. Unos 100 de sus 700 habitantes desfilaron por la ladera, caminando o en coches y camiones. Cerraron con candados sus casas; unos se llevaron consigo los animales, otros tuvieron que dejarlos. El Ministerio de Agricultura ha encontrado ya alojamiento para 3.000 cabezas de ganado pertenecientes a quienes residen en las zonas de peligro, pero aún quedan 2.000 más sin sitio. Algunos de los ganaderos regresarán de vez en cuando para alimentar a sus vacas y ovejas hasta que se decrete la alerta roja. Pero otros se negaron a abandonarlas, aferrados a lo único que han tenido en su vida. El Ejército ya ha previsto recurrir a la fuerza si finalmente no salen de allí.
Frente a la corriente de opinión que teme el volcán y se lo toma verdaderamente en serio, otra parte de los quiteños hace bromas, cree que no pasará nada, se siente segura en sus modernos edificios, tranquilizada además por el hecho de que el presidente de la nación, Jamil Mahuad, haya sobrevolado el cráter en helicóptero para explicar después que la erupción no está cerca todavía. Este sector de los quiteños comienza a comentar sarcásticamente que, en un país mediocre lleno de mediocres, el volcán también lo será.
La sentencia del Guagua Pichincha (llamado "Niño" por contraposición a su hermano el Ruca Pichincha, donde "Ruca" significa "Viejo") llegará pronto. De momento, los temerosos predominan, puesto que Ecuador ha aprendido muchas lecciones de sus islas Galápagos, famosas por sus tortugas, pero también por sus pingüinos; porque allí se descubrió un día que en los momentos más difíciles no sobreviven los más fuertes, sino los que mejor saben adaptarse.
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