Política y gobierno PEP SUBIRÓS
¿Puede un buen político ser un mal gobernante? La pregunta es menos estúpida de lo que parece, pues son muchos los observadores que, a la hora de enjuiciar la figura de Jordi Pujol, coinciden en una paradójica valoración: se trata, dicen, de un buen político pero de un mal gobernante. ¿Por qué es un buen político, Pujol? Porque lleva 19 años en el poder. Porque ha vencido -con muy diferentes márgenes- en cinco elecciones consecutivas. Porque siempre consigue arrastrar a sus adversarios al terreno de debate que más le conviene. Porque, en caso de necesidad, es capaz de aliarse impunemente con las fuerzas más contradictorias. Porque siempre ha mantenido un férreo control sobre su propio partido, aun a costa de tener que decapitar a aquellos acólitos que en algún momento se han atrevido a mantener posiciones propias. Porque, en fin, domina como pocos los resortes del poder. ¿Por qué un mal gobernante? Porque las finanzas de la Generalitat están hechas unos zorros. Porque el sistema educativo vive en una crisis permanente. Porque el territorio se está degradando hasta niveles difícilmente reversibles. Por su imprevisión en materia de infraestructuras y comunicaciones. Por el escasísimo apoyo concedido a la investigación y la creatividad. Etcétera, etcétera, etcétera. La lista podría ser interminable, pero ello no impide que haya cuajado esa curiosa escala de valores que permite otorgar un sobresaliente político a alguien que lleva casi 20 años suspendiendo como gobernante. El problema, claro, hay que reconocerlo, no es sólo de Pujol, sino de todos aquellos que dan por buena esa noción de la política entendida básicamente como habilidad para hacerse con el poder y eternizarse en él, o que comparten la cínica definición que Paul Valéry daba de la política como "el arte de prevenir que la gente tome parte en los asuntos que les conciernen". En este sentido, Pujol es ciertamente un maestro porque, en efecto, ha tenido la gran habilidad de convertir la política catalana en algo que no interesa a la mitad de la población, como se ha venido comprobando en las sucesivas elecciones autonómicas. Desde luego, si lo que importa no es ni el contenido ni el estilo de la acción de gobierno, ¿para qué vamos a perder el tiempo en ir a votar? ¿Logrará Maragall romper con esa inercia? ¿Conseguirá movilizar a los abstencionistas con su propuesta de cambio? No es fácil. Cómo muy bien decía Josep Ramoneda en un artículo reciente, la izquierda -seguramente condicionada, todavía, no sólo por la mitología progresista, sino también por campañas como las de François Mitterrand o Felipe González en los primeros años ochenta- vive demasiado prisionera de las supuestas connotaciones positivas de la mera idea de cambio. Pero para mucha gente, no necesariamente conservadora ni de derechas, ésta es una idea que hoy encierra tantas o más amenazas que promesas. Es decir, hay que explicar muy bien el qué, el por qué, el cómo y el para qué del cambio. Y dado el panorama mediático catalán, eso no es nada fácil. Los sistemas de participación política son hoy más virtuales que nunca, totalmente filtrados por los grandes medios audiovisuales de comunicación. Y ahí, el Pujol político ha desarrollado la que sin duda es su principal obra de gobierno: un tentacular sistema de radiotelevisión oficialmente público que condiciona y distorsiona hasta extremos grotescos la vida política catalana. Así, si uno sigue la vida pública a través de los medios de la Corporación Catalana de Radio y Televisión, no sólo tendrá un conocimiento enciclopédico de la historia del Barça y de los problemas contractuales de sus jugadores. También sabrá perfectamente el coste y el menú de las cenas organizadas por Maragall con sectores empresariales, y habrá oído hasta la saciedad que el candidato defiende la presencia del castellano en TV-3. No habrá oído, en cambio, ningún debate sobre la financiación de los partidos políticos ni se habrá enterado de que, en el caso de la lengua, la afirmación básica de Maragall fue que TV-3 debía seguir siendo una televisión en catalán, aunque el castellano no debería estar prohibido en ella. Cuáles sean los problemas y las propuestas en materia de ordenación del territorio, de incentivación económica y del empleo, de reforma educativa, de aproximación de la Administración al ciudadano, de fomento de la participación democrática, de saneamiento de la vida pública en general, etcétera, todo ello queda en la más absoluta penumbra, condenado a la letra pequeña de unos programas que nadie lee. Demasiado a menudo, la principal función pública de los medios dependientes de la Corporación Catalana de Radio y Televisión parece ser la de añadir unas paladas más al desprestigio de la vida democrática por el sencillo método de convertir los contenidos, debates y procedimientos políticos en asuntos menores, casi triviales, infinitamente manipulables, prácticamente incomprensibles y a la larga carentes de interés para los no profesionales de la cosa. Basta comparar la atención y dedicación prestada al mundo del deporte, hasta sus más mínimos y ridículos detalles, en relación con la concedida a los asuntos sustanciales de la organización de la vida social, para que el mensaje sea claro y diáfano: la cosa pública tiene escaso interés, se nos viene a decir. Porque de lo que se trata es de que vote cuanto menos gente mejor. De lo que se trata no es de contemplar y preparar las elecciones como proceso político de máxima dignidad y trascendencia, de debate, reflexión y decisión colectiva, sino como un trámite engorroso que hay que sortear para que todo siga igual. De modo que cuanto más confuso y plomizo resulte el asunto, mejor. Mientras tanto, los lugartenientes y los agentes publicitarios de Pujol nos machacan una y otra vez con que para ellos lo primero son las personas. Tal vez convega recordarles, como decía Woodrow Wilson, que "ningún gobierno puede ser beneficioso cuando pregona que su actitud es la de preocuparse por la gente. La libertad sólo existe cuando es la gente la que se preocupa por el gobierno".
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