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EL PERFIL

La búsqueda sin fin

Soy un enfermo mental de la tradición". ¿Qué? ¿Un enfermo de qué, Enrique? "De la tradición, sí". Enrique Morente, el principal innovador del flamenco, el responsable en buena parte de ese torbellino clamoroso y un tanto babélico denominado jóvenes flamencos es un tradicionalista, un profundo conocedor de los cantes añejos, un erudito. Luego coge la erudición por las orejas, la sacude y salen experimentos como la Misa flamenca o tentativas sobrecogedoras y excesivas como Omega con el grupo granadino Lagartija Nick. Enrique va y viene y, en ese trajín, no para de inventar, rectificar, añadir. "Cuando hacía tres veces el mismo tercio y la gente me decía olé, en vez de alegrarme me cabreaba. Y a la vez siguiente hacía esa seguirilla de otra manera, buscando casi la hecatombe. Y cuando la gente esperaba que iba a tirar por arriba sin respirar, entonces respiraba, hacía otra cosa y a tomar por el culo: ya no hay olés donde lo esperas". La cuestión es no parar y mucho menos detener el remolino de ideas y transgresiones que giran en su cabeza de mascarón de proa. Una noche estaba tendido en la cama con su mujer, Aurora, y empezaron a hablar de Don Quijote. ¿Y si montamos una versión flamenca, cómica, del Quijote? Y allí, entre sábanas y cobertores, diseñaron la escenografía, repartieron los papeles y concibieron uno de los espectáculos más peregrinos e innovadores que jamás se han visto. Hubo dos funciones, se murieron de risa con aquel elenco disparatado, cantaron y bailaron, uno de Quijote, otro de Sancho, aquel de Ventero, y se acabó. A otra cosa. A seguir. "Lo que yo he llamado búsqueda es en realidad una explotación constante de mi propio sentimiento artístico. Temo que nunca llegaré a la madurez". Quizá llegó a la madurez, la examinó, le resultó demasiado sosegada y regreso deprisa a la edad de las travesuras. Morente nació el día de Navidad de 1942 en Granada. Creció en el Albaicín, donde hoy tiene una estupenda casa -la casa de Morente, todos los saben-, y cantó en casi todas las tabernas, las plazas y las calles del barrio. También en la catedral. ¡Sí, señor, en un coro de voces blancas y en latín! Huyó. Por poco el gregoriano nos deja sin flamenco. Pero rectificó a tiempo y partió en busca de conocimientos: Pericón de Cádiz, El Gallina, Pepe El Culata... Luego a Madrid, a Las Cuevas de Nemesio, a Zambra y al Café de Chinitas. Sus dos primeros discos son un compendio de cantes de la ortodoxia más pura. Otro artista habría proclamado que estaba cerca de la madurez, pero él apenas había comenzado un proceso de búsqueda infinito, lleno de aciertos, sobresaltos y desmesuras. Buscó en otras músicas, en otros ritmos. Un día quedó perplejo ante la saeta que compuso a miles de kilómetros de Andalucía Miles Davis y decidió que el flamenco es un sonido que surge enredado en una composición de jazz o en el pregón del pescadero. Comparó la saeta de Davis a las de Caracol, Vallejo o La Niña de los Peines. Si el flamenco puede nacer en América ¿por qué se va a circunscribir, como dijo Mairena, a un arte gitano y andaluz? "No hay que ser andaluz pedante cuando hables de flamenco", recomienda Morente, "porque puedes herir la sensibilidad de muchos y muy buenos artistas que no son andaluces". Y continuó su búsqueda. En 1971 incorporó los poemas de los clásicos al flamenco con el homenaje que rindió a Miguel Hernández. Era y no era una apuesta por el arte comprometido. Luego se las vio con García Lorca, Alberti, Machado, pero también con los versos del último rey moro de Sevilla, Al-Mutamid, y con Lope de Vega y Juan de la Cruz. ¡Qué conmoción escuchar su voz susurrando los versos de La noche oscura! Enrique, en Granada, casi siempre amanece a las tres de la tarde. Desayuna y al atardecer sale acompañado de un pintoresco grupo de seguidores. Va al Sacromonte, al Albaicín, al Realejo. Con su chándal y su cabellera de mascarón. "Enrique, qué bien estuviste el otro día!". "¿Seguro? ¡Pero si no tenía voz!". Morente no admite la perfección, siempre le falta o le sobra un ingrediente. Recordando su admisión, allá en los años sesenta, en el grupo de Pericón de Cádiz y Juan Varea, puntualizó: "Eso no quiere decir que fuera muy listo, porque luego ha habido muchas torpezas y las hostias de la vida y de la profesión". Sólo tropieza quien indaga, quien abre caminos y descubre vías inexploradas. ¿Y al final qué, Enrique? "Lo que me hubiese gustado es haber sido un buen banderillero y haberme dejado de tanta pasión, de tanto locura".

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