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Tribuna
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¿ Un 9 de octubre más?

Cada vez que se aproxima un 9 de octubre, los periodistas valencianos tienen que afilar su ingenio, pues nada nuevo parece poder escribirse sobre una celebración ritual que, como las estaciones, reaparece año tras año con implacable regularidad. Imagino que los jefes de gabinete de prensa de las instituciones retoman el discurso del año anterior y se disponen a darle unos ligeros retoques para que sus asesorados de todos los niveles se luzcan en previsibles parlamentos que transcribirán fielmente -también sin entusiasmo- los medios de comunicación. Los ciudadanos, por su parte, harán lo que vienen haciendo en los últimos años: largarse a las playas o a las montañas, ya que la efemérides carece de morbo. Hubo un tiempo en el que el Nou d"Octubre suscitaba emociones intensas, desde los premios de cierta editorial maldita hasta una procesión cívica sembrada de escollos. Ahora nada es lo que era: todos nos hemos ido acostumbrando a que la fiesta nacional de los valencianos se parezca un poco a las Navidades, algo que abordamos con el hastío de lo consabido, aunque no deje de hacernos cierta ilusión el contenido de la mocadorà. Y, sin embargo, este año es diferente. El 9 de octubre de 1999 se produce coincidiendo con una campaña electoral en Cataluña que, gane quien gane, modificará la concepción de la cuestión autonómica. Es inevitable también que la pacificación del País Vasco arroje nueva luz sobre la forma de entender y, sobre todo, de gestionar España. En nuestra propia casa, en fin, nos encontramos con una situación política de las que no se repiten -la supremacía del partido del gobierno, a la que tanto han contribuido los deméritos ajenos- y que permite llevar a cabo proyectos de reforma y de pacificación que, en otras condiciones, serían mucho menos llevaderos. La pregunta es si todo esto debemos aprovecharlo o no. Sería un error, no por reiterado menos criticable, postular la conveniencia del cambio por el cambio. Las comunidades autónomas, contra lo que se suele creer, pueden enfermar de anorexia, pero también de bulimia. Nadie ha demostrado que lo ideal, para todas ellas, sea alcanzar cada vez más competencias y gozar de una independencia progresivamente creciente. En cada caso, depende: depende de a qué comunidad nos estamos refiriendo, de para qué lo queremos y de en qué momento histórico estamos hablando. De lo contrario, sucederá lo que ya viene ocurriendo: que cuando las más estructuradas llegan a un punto, a las menos avanzadas se les apetece esa meta de inmediato, con lo que se abre un proceso infinito de reclamaciones y rechazos que amenaza dar al traste con todo el edificio. A menudo la España autonómica me recuerda a las familias numerosas. Dicen que esta admirable institución -de la que procedo- favorece la sociabilidad y el sentimientro comunitario de sus miembros. Puede ser, no digo que no, pero a mí lo que me trae el recuerdo es la imagen de un montón de niños lanzándose al asalto sobre la pieza más gorda del frutero y apartando a empujones a los demás. Volvamos, pues, al 9 de octubre. La pregunta que deberíamos hacernos es la de si los objetivos que se alcanzaron entonces se han visto corroborados por la situación actual. Y una vez examinado este punto, habría que ver qué consecuencias se siguen para el ordenamiento territorial del conjunto peninsular. Pues bien, la respuesta a la primera cuestión es obvia: el 9 de octubre de 1238 empieza su andadura histórica un reino que iba a formar una confederación con otros dos, el de Aragón y el de Cataluña, a la que más tarde se uniría un tercero, el de Mallorca. Resulta evidente que hoy las cosas no son así y que la Comunidad Valenciana, la heredera de dicho reino, ya tenga mucha o poca autonomía, forma parte de un territorio más amplio, primero España y luego la Unión Europea, pero ha dejado de pertenecer a dicha instancia intermedia. No soy de los que piensan que el pasado debe repetirse, ni mucho menos cristalizar en esquemas rígidos. Sí me parece, en cambio, que muchas veces las soluciones antiguas tenían una razón de ser y que no está de más practicar la medicina tradicional también en política. El problema autonómico de la Comunidad Valenciana, a mi entender, es que la vitalidad social y la importancia económica de la misma no se corresponden con el papel político que hasta ahora ha jugado en la conformación del mapa autonómico. En otras palabras, que hasta ahora la cuestión autonómica valenciana está mejor que ayer, pero peor de lo que debería estar mañana. Con todo, no adelantaríamos nada agitando el fantasma victimista: al mismo tiempo sucede que sus habitantes, los valencianos, tienen posturas mucho menos definidas sobre este particular que los de otras comunidades y, esto, ni puede ni debe ignorarse, porque una sociedad, antes que un territorio, una lengua o una cultura, son las personas que la integran y sus actitudes en un momento dado. Es razonable esperar que la difícil cuestión autonómica española ganaría mucho si se impusiesen las viejas tradiciones pactistas de la Corona de Aragón y las instancias políticas intermedias que ella misma representaba. También es razonable suponer que el papel de la Comunidad Valenciana habría de resultar decisivo para adecuar el siglo XXI a esta vieja estructura medieval. Decisivo por dos razones, una cultural y otra política. Cultural, porque el sentimiento de que la convivencia entre lenguas y culturas distintas resulta posible es la práctica diaria de la vida valenciana. Política, porque la situación actual de la cosa pública nunca fue tan favorable para la resolución del conflicto. Dicen que querer es poder. ¡Ojalá esta vez se quiera de verdad! Si así fuese, este Nou d"Octubre nos traería algo más que dolços en la mocadorà.

Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia. angel.lopez@uv.es

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