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La cañada irreal

Allí la Cañada no tiene nada de Real. No es Real porque no guarda relación alguna con la realeza ni el aspecto de ese espacio es demasiado noble, y tampoco es real porque, en realidad, hace tiempo que dejó de ser Cañada para convertirse en un cauce desbordado de viviendas ilegales. En ese tramo del gran camino que la trashumancia utilizó durante siglos para conducir los rebaños, comenzaron a instalarse a mediados de los años setenta aquellos que carecían de recursos para participar legalmente en la expansión de la ciudad. Llegaban con cuatro tablas y seis ladrillos, los ponían unos encima de otros y poco a poco iban construyéndose algo que resultaba parecido a una casa. No había planos, ni arquitectos, ni nada que tuviera que ver con ellos. En tres días levantaban cuatro paredes para sostener un elemental tejado y se convertían en residentes de facto. La mayoría son casuchas, cuando no chabolas, pero muchos, con el tiempo y la prosperidad económica, irían añadiendo estancias, realizando mejoras y cometiendo reformas que tornaban el aspecto de chamizo en el de un chalet con pretensiones. Algunos hasta se construyeron una bonita piscina dentro de la parcela que acotaron con su valla como si las lindes estuvieran perfectamente delimitadas en el registro de la propiedad.Así fueron llegando hasta cubrir de construcciones la Cañada Real Galiana a lo largo de quince kilómetros y conformar la mayor concentración de viviendas ilegales sobre suelo público de España. Una gran serpiente que constituye el monumento más notable al desacato a las leyes urbanísiticas que cabe imaginar. La mayoría son casas pero hay también viviendas de recreo, fábricas, bares y picaderos. Dos mil edificios en total que han emergido allí sin orden ni concierto en los últimos veinticinco años y en los que habitan o trabajan más de diez mil personas, una población similar a la de Torrelodones o Navalcarnero. Ninguno de sus residentes tiene escritura alguna que le acredite como propietario de la finca pero ello no impide que dispongan de agua corriente, luz eléctrica pinchada de los tendidos generales y un servicio normalizado de recogida de basuras. Los hay que han conseguido incluso el privilegio de pagar la contribución urbana, lo que convierte en disparatada su situación legal. Con todo, lo más alarmante de aquello es que lejos de remitir, la invasión se extiende cada día. Una media de diez nuevos chabolistas instalan mensualemente sus reales en la Cañada con el mismo desparpajo con que lo hacían los colonos pioneros hace 25 años. Una progresión que ha llevado al Ayuntamiento de Madrid ha intentar frenar de alguna forma semejante desafuero. Gerencia de Urbanismo acudió para ello a los tribunales, a pesar de saber que el Ayuntamiento como institución tiene muy poca autoridad moral para echar a nadie de aquel lugar. Esa Administración infringió como el que más las normas urbanísticas al consentir que los accesos al vertedero de Valdemingómez y a la incineradora contigua se asentaran sobre la misma Cañada, circunstancia que han esgrimido quienes opusieron resistencia a los funcionarios que fueron a derribar hace días un par de chabolas. Por si fuera poco un juzgado ha declarado al Ayuntamiento incompetente sobre las vías pecuarias a raíz de un recurso presentado por un ocupante que tiene montado allí un negocio de caballos. Pero ni la tradicional torpeza y dejadez de la Administración municipal en la vigilancia de las reglas urbanísticas, ni su propio incumplimiento de las mismas justifica semejante desmadre. Quienes allí han montado su casa o su chiringuito lo han hecho por la cara en un terreno que nos pertenece a todos los ciudadanos. La Administración no puede consentir que cualquiera pueda apropiarse de terreno público, y supuestamente protegido, por el morro. Si la competencia es, como parece, de la Comunidad y no del Ayuntamiento, su obligación es retornar enérgicamente la batalla legal contra los ocupantes.

Puede que sea una labor ardua en la que incluso haya que negociar algunas compensaciones económicas por los presuntos derechos que puedan haber adquirido a lo largo del tiempo los invasores, pero servirá al menos para contener la expansión y evitar nuevas tropelías. Quizá así dentro de unos años aquella Cañada tendrá algo de real.

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