¿Votar a Maragall desde el nacionalismo? PILAR RAHOLA
No creo que a estas alturas de la vida haga falta argumentar por qué motivos el voto a Pujol es un voto nacionalista. Primero lo dice él, y aunque luego lleguen los De la Rosa, las amistades del Reino, las autopistas de peaje, el pacto con el PP y una política basada más en una defensa de clase que de país, sin embargo, la palabra de Pujol es palabra de Dios. No en vano su palabra llega, vía Movistar, incluso desde uno de los techos -país muy techado el nuestro- de Cataluña. De manera que, con la Moreneta y el Aneto de por medio, mejor no discutirle la definición. Además, lo dicen los otros y muy a menudo lo atacan por ello, de manera que esto es como el Barça, que es más que un club sobre todo porque lo dicen en Madrid. Finalmente, así lo perciben los que lo votan, convencidos de votar Cataluña en el sentido más existencial y esencial que ello pueda significar. Por tanto, a pesar de 20 años de no saber a dónde va nuestro andarín presidente, y de una política agotada y agotadora, sólidamente asentada en la cultura de la subvención y el clientelismo, sin gestión ni autoridad, pero con mucha mercadotecnia inaugural, y con las gotitas de retórica nacionalista que el cuerpo pide dos veces al año, sin que ello comporte ninguna hipoteca en sus pactos de alta política; a pesar de todo ello dice la calle que votar a Pujol es votar nacionalismo. Pero, ¿y votar a Maragall?, ¿es votar otro nacionalismo, antinacionalismo, anacionalismo? A estas alturas de la película, si me permiten, me parece francamente poco importante lo que cada uno sea o se defina -a excepción hecha del PP, por supuesto, que es la definición en estado puro-, y sólo Lluís Bassats, en la aldea publicitaria compartida, sabe en realidad qué somos y quién lava más blanco. Pero si ser nacionalista significa defender los intereses del propio país -que no vivir de manera teológica sus esencias-, Maragall podría fer el cim sin subir al Aneto. Nación la nuestra más interrogada que gestionada, mucho más psicoanalizada que defendida, Cataluña tiene retos que el catecismo del buen nacionalista pujolista no sólo no ha resuelto, sino que ha perpetrado o incluso ha empeorado. ¿Qué significa, desde mi personal y no sé si transferible perspectiva, ser un presidente nacionalista? De entrada, acabar con el país dual, un poco esquizofrénico, con esa locura de contarse en bandos distintos, de confundir la defensa de los intereses colectivos en puro pujolismo, ese país que o está a favor de los Mossos d"Esquadra porque es nacionalista, o en contra porque es la policía de Pujol. Que no entiende que lo único importante es que funcionen bien. Que está a favor o en contra de la política lingüística (como si la lengua fuese patrimonio de un partido), que permite que Pujol se apropie de las señas colectivas, o las rechaza justamente porque se ha apropiado. Es decir, el país mal defendido por unos -que lo han secuestrado- y rechazado por otros a causa del secuestro. Maragall podría ser el sastre que recosiera esa dualidad, el hombre que convirtiera Cataluña en el campo de juego común y no en la pelota que nos tiramos a la cabeza. Si su partido es históricamente responsable de haber permitido la apropiación pujolista del concepto Cataluña, él tiene la oportunidad histórica -ojalá la vocación- de recuperar la nación compartida. Acabar con el clientelismo, auténtico destructor del dinamismo social, he ahí otro acto nacionalista. A pesar de que Pujol habla siempre de la sociedad civil, su política de subvención y comedora se ha convertido en uno de los corrosivos más potentes contra una sociedad libre. No me refiero sólo a ese desmesurado amor por la tercera edad que prodiga -entre bocadillo y bocadillo- desde Bienestar Social, sino a toda una cultura de padre padrone que ha conseguido reducir a mínimos la capacidad de protesta y, sobre todo, de crítica de nuestra sociedad. ¿Hablamos del sector comercial, tan disciplinado cuando toca foto y cena con el presidente? ¿Hablamos de los intelectuales, si este término existe en la gramática catalana? ¿Hablamos de entidades culturales, sociales, etcétera...?, ¿del mundo empresarial? Estoy convencida de que uno de los gestos más comprometidos con Cataluña será justamente el de desmontar la servil estructura civil que en nombre de esa misma Cataluña ha estructurado CiU durante 20 años. Y, por supuesto, el compromiso con el país. Pero, sinceramente, ¿alguien serio puede creer que si Maragall gobierna en Cataluña, no va a intentar que tenga el máximo de poder, que sea sólida y competitiva? ¿Alguien puede imaginar -como creen algunos buenos patriotas con sensación de alarma nacional- que Maragall gobernará en Cataluña contra Cataluña? Me parece tal el disparate que sólo puedo pensar que es otra trampa de la cultura dual: otra trampa de ese maniqueísmo que divide el país entre buenos nacionalistas y malos catalanes. ¡Qué feliz invento de Pujol! ¡Y cuánta mala gestión envuelta y camuflada en buen paño de bandera catalana! El país repensado, repreguntado, psicoanalizado, podría sencillamente pasar a ser el país bien gobernado. Quizá la nación es eso, no hablarla tanto, no adueñarse de ella y gobernarla bien. Si Maragall se lanza al compromiso de crear una nueva cultura social, ¿quién le podrá discutir su compromiso nacional? Personalmente, lo que temo de Maragall no reside en los chicos Babel -¿no son enanitos infiltrados de Felip Puig para hundirle mejor?-, ni en el grado de pureza nacionalista que presenta su carnet, sino justamente en su intención respecto a la nación. Sabemos que la quiere gobernar. Pero en clave nacional lo importante es saber si la quiere transformar.
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