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LA CRÓNICA Mi hermosa tienda de "souvenirs" JORDI PUNTÍ

Como a mucha gente, de vez en cuando me sobreviene el deseo de ser otro. Nada espectacular: un otro con una existencia común, de días y noches pautados en cualquier otra parte del planeta, con una familia y unos amigos y quizá también algún enemigo (pero no insidioso); un otro que tenga a su vez limitados deseos de ser otro, quizá algún día de ser yo y así cerrar el círculo. Cuando esta fantasía me atrapa, como hoy, me refugio en lo que tengo más a mano, mi barrio. Me visto como se vestiría un turista en Barcelona (aunque reprimo los calcetines combinados con sandalias: mi otro yo es coqueto) y salgo para la plaza de la Sagrada Familia. Una vez allí, estoy atento a los autocares que van llegando y me fijo en sus matrículas hasta que encuentro alguno que proceda de un país meridional. Puedo ser italiano, turco, incluso francés del sur, pero difícilmente pasaría por un holandés, o un danés o un teutón. Hoy estoy de suerte: llega un autocar de griegos y no todos tienen pinta de jubilados, así que podré ser uno de ellos. Voy a llamarme Georgos Pountinaikis, resultaría verosímil. Cuando bajan, me acerco al grupo a una distancia prudencial y con la vista selecciono cuáles podrían ser mis compañeros de viaje, más que nada para dar entidad a mi otro yo de hoy. Ahora una guía catalana, ya entradita en años, nos informa en un inglés de camarero de Lloret que la Sagrada Familia fue construida por Antoni Gaudí y etcétera, y luego nos dice que tenemos media hora para visitarla y seguidamente nos encontraremos en la puerta de salida. Observo a mis compañeros de viaje y respiro aliviado: en lugar de meterse en el recinto, se dirigen al bar de enfrente. A dos metros de ellos, en la barra, pido lo mismo, vocalizando orgulloso ante el camarero mi castellano recién aprendido: "Una cagna", y luego: "Thank you. Grassiass". Pasan los minutos y estamos de nuevo en la calle. A estas alturas, lo noto, mi empatía con los griegos ya es total; si fumara me atrevería a pedirles fuego. Se completa el grupo y entonces la guía nos informa de que, si nos parece bien, vamos a visitar una de las "very wonderful" tiendas de souvenirs que hay frente al templo expiatorio. Sé por experiencia cuál es la tienda a la que nos dirigimos, de forma que me adelanto al grupo con disimulo y ya estoy allí cuando ellos llegan. Es mi tienda favorita; pasear por esa selva de recuerdos, mirarlos y tocarlos, preguntar su precio a los amables vendedores, me hace sentir lejos, otro. En una parte de la tienda se encuentra todo el aparato taurino -un paraíso para Távora-: ceniceros con dibujos de corridas, monteras, banderillas, manolas, carteles con los nombres de Jesulín de Ubrique, Enrique Ponce y un espacio en blanco para grabar allí el mío; porcelana de Lladró alusiva y unas botellas con forma de torero que contienen, sí, sangría. Viene luego una de las atracciones de la tienda, que nos retrotrae a la España histórica, la de los castillos e hidalgos caballeros: dagas de Albacete, espadas de Toledo, floretes, trabucos, cachorrillos y hasta una armadura completa que, como si se tratase del caballero inexistente de Italo Calvino, parece que vigile la presencia de los cacos ocasionales. Pregunto por su precio -"How much?"- y un dependiente me lo escribe en un papel. "No es tan cara", pienso, pero sonrío y con gestos le hago saber que no me cabría en la maleta. Más allá, las camisetas artísticas (sic) sobre Barcelona conviven con las del Barça: la del centenario y la de Rivaldo, me informo, son las más vendidas, pero aún siguen ahí, por si algún despistado pica, la de Iván de la Peña (número 23) y la de Giovanni (10). De repente, todo a mi alrededor es un universo de color y fantasía; me encuentro en el parque temático Barcelona Olímpica, y los recuerdos de la ciudad -Gaudís, Pedreras, parques Güell, torres olímpicas y Ramblas de todos los tamaños y materias- dan paso a la sección de arte. Un repaso rápido a todos esos pósters y grabados de precio astronómico y dudosa autenticidad nos dibujaría esta clasificación: en primer lugar Picasso, seguido de Dalí y Gaudí empatados, y en el cuarto puesto Miró. Pasan los minutos y mi otro yo sigue absorto en los souvenirs. ¿Qué debería llevarle a mi jefe griego? ¿Le gustarían unas castañuelas a mi suegra? ¿Y para los vecinos que nos cuidan las plantas en nuestra ausencia, qué tal una muñeca con traje de faralaes? Levanto la vista y mis compañeros de viaje van saliendo de la tienda. A toda prisa escojo una de esas televisiones de plástico pequeñas, con una imagen de la fuente de la Ciutadella en la pantalla y un surtido de diapositivas sobre la ciudad condal en su interior (395 pesetas, de las cuales 39,5 van a ser para la guía). Ya en la calle, les veo marcharse hacia el autocar. "Yo no, yo me quedo", pienso, y un momento después, cuando pasan a mi lado en el autobús, con la mano les hago adiós.

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