Más inri
Desde que hace unos años los teólogos neoliberales a sueldo del Vaticano aggiornaron el obsoleto texto del padrenuestro, ya no hay dios que perdone nuestras deudas como nosotros no perdonamos a nuestros deudores. Desde hace unos días, ese mismo dios, según la docta, que no pía, opinión de sus vicarios en la Tierra, arzobispos, obispos y demás portavoces autorizados, tampoco nos perdona la vida.Una cláusula añadida al quinto mandamiento justifica y acepta la pena de muerte como último y definitivo recurso cuando resulte imprescindible. Se supone que la prescindibilidad o imprescindibilidad de agarrotar, fusilar, gasear, ahorcar... (rellene el lector la línea de puntos) depende del justiciero criterio de los ajusticiadores, de los jueces, preferentemente militares, porque en tiempo de guerra poco importa un muerto de más o de menos. Mariscales y Cardenales, legisladores y monseñores apoyan, emboscados en una espesa fronda de eufemismos y malabarismos retóricos, la legalidad de la pena capital, y de paso lavan la imagen del higiénico Pilatos y los trapos sucios del sanedrín para más inri.
Jesucristo fue víctima de un error judicial, imprescindible colofón de su misión redentora. Si el vilipendiado Poncio, en un arranque de buenos sentimientos, se hubiese decidido por el indulto, ignorando la política de no intervención en los asuntos domésticos dictada por sus jefes de Roma, se habría desencadenado una auténtica catástrofe.Para empezar, la infalibilidad y omnipotencia del dios en primera persona hubiera quedado en entredicho, y Cristo y los suyos, obligados a empezar de nuevo el áspero camino del Gólgota.
Por otra parte, Anás y Caifás, desautorizados, y burlados, para salvar sus cabezas en el sanedrín, habrían roto sus pactos con Roma evolucionando hacia el integrismo y la guerra santa en nombre del Barrabás crucificado entre los dos ladrones, que la iban a palmar de todas formas porque eran delincuentes comunes, personajes secundarios, comparsas en la trágica e iniciática ceremonia sin opción a resucitar el tercer día. Sin pena de muerte, la innumerable y preclara legión de mártires que nutrieron con su sangre fecunda y generosa el frondoso árbol genealógico del cristianismo no hubiera brotado, fructificado, ramificado y multiplicado sus poderosas raíces. Matar es un pecado más, el quinto en la lista de los pecados capitales, tan mortal y punible como el fornicio o la falta de respeto a las fiestas de guardar, la mujer del prójimo o los bienes ajenos. Mientras los obispos españoles, presuntamente iluminados por un Espíritu Santo que debe de llevar mucho tiempo de vacaciones, se dedican, en más cuerpo que alma, a dilucidar cuándo es lícito matar al prójimo, sin dejar por ello de amarle se supone, los prójimos (próximos) madrileños que residen en las cercanías de la basílica de San Francisco el Grande, noble mascarón de la católica y apostólica nave en los confines del barrio infiel de la Morería, se manifiestan lúdica, ordenada y artísticamente con paganas fiestas y romerías que reivindican como parque lo que el Ayuntamiento y el clero ven como edificio destinado a albergar los innúmeros negociados de la burocracia eclesiástica y empírea. Tan descomunal debe ser la nómina de nuestros pecados que el Arzobispado necesita ampliar a toda costa sus oficinas. Cualquiera, salvo estos insumisos del parque, comprendería la necesidad de emprender esa obra, sólo con ver en qué condiciones trabaja ahora el Negociado de Indulgencias, o la Vicesecretaría de Asuntos Relacionados con el Sexto Mandamiento. Ahora que el cielo y el infierno se han convertido en espacios virtuales, la burocracia eclesiástica debería andar algo más descargada, pero se ve que no. Aun así, a la iglesia le sobra patrimonio terrenal donde instalar su maquinaria, y a los vecinos de la zona les falta aire y espacios despejados en un barrio de calles estrechas y plazas mínimas. Más sitio para los cuerpos y menos archivos para las almas. Ésa es la caridad que solicitan.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.