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Reportaje:

Una escuela entre chabolas

PEDAGOGÍAMARÍA H. MARTÍ, Málaga El principio de curso en el colegio María de la O es bastante ruidoso. No sólo porque los niños griten o se peleen, sino porque cantan flamenco, dan palmas y bailan. En el patio, en clase. Éste no es un colegio cualquiera. Está en la barriada de Los Asperones, un poblado de chabolas de Málaga; tiene 150 alumnos entre los cuatro y los 14 años, todos gitanos. "Aquí los de integración somos nosotros, los profesores", bromea Alicia Alonso, la directora. La historia de este centro está hecha de mucho esfuerzo por adaptarse a una realidad dura y distinta. En Los Asperones, la educación es otra cosa: el colegio sirve desayunos y comidas, da libros de texto, reparte tabletas de flúor, pasta y cepillos de dientes... El problema clave es el absentismo. Los niños faltan mucho. Un ejemplo: en la clase de sexto, la de Maite Juanes, hay un chico de 12 años que por las noches se va a trabajar con su padre, guardián de un cementerio de coches. "Como no duerme, no viene a clase", explica la profesora. Otros faltan porque sus madres se los llevan a comprarles unas zapatillas, porque se van de viaje, porque se quedan dormidos... "Son excusas que no se aceptarían en otro colegio", señala la directora. "Pero es que en su cultura no está la escuela, no le ven sentido". De pequeños asisten con más regularidad. Pero con 11 o 12 años son casi adultos, sobre todo ellas, y se van. Algunas, para casarse. En segundo de ESO ya hay varias muchachas comprometidas. Su profesor, Aurelio Moreno, les pregunta: "¿Qué prisa tenéis? ¿A qué edad os tuvieron vuestras madres?". Respuesta general: a los 13, 14, 15 años. En este curso, cuatro niños de Preescolar son hijos de antiguos alumnos. Nietos pedagógicos, los llaman los profesores. Moreno prosigue: "¿Y ahora quién trabaja en vuestras familias?". Respuesta general: las madres. "¿Y en qué?". Pues vendiendo romero, o flores. Aurelio Moreno cuenta que los resultados académicos son "malillos, porque en casa no trabajan nada". La clase no dice palabra. En el aula de al lado los problemas son otros. Entre el estruendo se oye a María Ángeles Mora, la profesora, que pregunta: "¿Quién es el encargado de la paz? ¿Tú? Pues si no dejas de pelearte, te sustituyo". Esto del encargado de la paz es un truco, uno de esos cargos honorarios que se dan a los chicos para animarlos a portarse bien. "La mayoría son de educación especial, pero no todos están diagnosticados. No podríamos atenderlos". ¿Y qué hacen? "Más bien poco, en cuestión de contenidos. Se trata de mantenerlos aquí, de que no se peleen, de que se estén quietos. El día que faltan los más conflictivos avanzamos algo, y el que no, nada". Esta es la cara más difícil del colegio. La más animosa la ponen los preescolares. En la clase de cuatro años, hay un puñadito de niñas con las manos embadurnadas de pintura. Llevan delantales hechos con bolsas del supermercado y prendidos a la espalda con palillos de la ropa. Está Tana, que pinta a manos llenas. Cuando acaba con el folio sigue con el mantel. Acaba de descubrir que si se mezclan dos colores sale uno nuevo. "Más colores, más", ordena. Poco más allá está Andrés, que mira su casa con nostalgia. Se ve por la ventana de la clase. "A veces trata de escaparse", dice Pilar Jurado, su profesora. Aquí las cosas no son fáciles. Ni estudiar, ni enseñar. Alicia Alonso recuerda que, hasta ahora, sólo tres de sus alumnos han salido de la barriada para seguir estudiando. Tres en 11 años. "No son buenos resultados". Maite Juanes va más allá. "Sería mejor integrarlos en otros colegios. Quizás hubiese más absentismo, pero alguno saldría de aquí. Me parece que el barrio va a peor". Alonso apunta: "Los avances empiezan a verse en los hijos de antiguos alumnos". Y vaticina: "Esto cambiará despacio, a largo plazo".

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