La condena
El papa de Roma lleva colgado del báculo a un inocente condenado a muerte. Bien es cierto que ese reo hoy está labrado en oro o en otro metal refulgente pero, según la fe cristiana, hace dos mil años ese condenado fue el Hijo de Dios encarnado bajo la forma de un profeta de sandalias polvorientas y fauces secas que vino a predicar el amor y el perdón. Todos los obispos llevan también colgado del pecho a ese inocente bajo cualquier forma de orfebrería. Existen crucifijos de marfil, de plata, de oro, de madera noble o de ínfimo conglomerado. Esa imagen está en todas las capillas, iglesias y catedrales del orbe, en innumerables cruces de caminos y calvarios. Preside sobre negro tafetán los tribunales de justicia. En el oficio de tinieblas del Viernes Santo se insiste todos los años, cuando en primavera ya resucitan hasta los espárragos, en que aquella ejecución en el madero fue ignominiosa. Así lo claman los oradores sagrados en el sermón de las Siete Palabras e incluso lo cantan con partituras de Palestrina a cuatro voces mixtas los coros de todos los templos. A pesar de eso, el Vaticano, en su último catecismo, sigue siendo partidario de la pena de muerte. No ha escarmentado en la cabeza de su Fundador. En la historia de las religiones no puede hallarse un caso de masoquismo tan profundo que más allá del absurdo contradice la esencia de la redención. El poeta ha dicho que de pronto un día el mar recordará el nombre de todos los ahogados. Tal vez la Iglesia católica y sus orfebres que labran crucifijos sangrientos con toda clase de materiales también verán emerger a la superficie los fantasmas de todos los inocentes condenados a la hoguera, y esos espectros formarán los nuevos retablos de los templos y las cruces de todos los caminos, pero ahora la Iglesia católica, que ha osado suprimir el demonio, el cielo y el infierno, teme enfrentarse a la poderosa cultura de la silla eléctrica, de la inyección letal y de la cámara de gas consustancial a la violencia ínfima de Norteamérica, un país máximo tributario de diezmos y primicias, y ha puesto al servicio del expeditivo vaquero tejano todas las sutilezas escolásticas. Santo Tomás de Aquino cogido del brazo del Pato Donald, a eso se reduce en este punto el catecismo cristiano. ¿Por qué no soy partidario de la pena de muerte? Sencillamente porque, si un día se la aplicaron a Dios, también me la pueden aplicar a mí.
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