Alegoría del FMI
En su asamblea general, el Fondo Monetario Internacional (FMI) ha dado por cerrada la crisis financiera que se inició en el verano de 1997 en Tailandia, y ha revisado al alza -por primera vez en los dos últimos años- las perspectivas del crecimiento mundial. El ambiente ha cambiado mucho respecto a la misma reunión del año pasado, ya que Asia ha empezado a repuntar (incluido Japón), Europa crece moderadamente y Estados Unidos, pese a sus desequilibrios, sigue en esa expansión que a veces parece desafiar la teoría de los ciclos.Reconociendo esta realidad, no es sospechoso poner en duda los pronósticos del FMI, que no se enteró de la llegada de una crisis financiera que Bill Clinton definió hace un año como "la peor situación desde la Segunda Guerra Mundial", y que se ha desprestigiado en numerosas ocasiones con sus recetas mecánicas de política económica. Al mismo tiempo que el economista jefe del Fondo, Michael Mussa, expresaba su optimismo, la Conferencia de las Naciones Unidas para el Comercio y el Desarrollo (UNCTAD) hacía públicos unos augurios mucho más modestos sobre el crecimiento (un 1,9% frente al entorno del 3%-3,5% del FMI).
Y sin embargo, si no existiera un FMI habría que inventarlo. No sólo porque alguna agencia internacional debería hacer su papel -frente a los fundamentalistas ultraliberales que, a río revuelto, aconsejan su desaparición y que cada palo aguante su vela (siempre que esa vela no afecte a sus intereses, como sucedió con el hedge fund LTCM)-, sino porque de no existir el Fondo, ¿a quién iban a echar las culpas los gobiernos de las cosas que ellos han hecho rematadamente mal? La hipótesis de cerrar el FMI y luego crear otra institución es simplemente irreal: ¿quién la financiaría?
Se impone, pues, avanzar en la idea de la reforma del Fondo. Con dos objetivos fundamentales, como escribía Manuel Guitián en estas mismas páginas: darle legitimidad para su actuación y medios económicos para trabajar. La una sin los otros conduciría de nuevo a un organismo cojo. Una de las iniciativas que se han producido estos días, coincidiendo con la asamblea del FMI, la han abanderado, entre otros, el ex presidente de la Reserva Federal Paul Volcker y el financiero George Soros (dentro de un grupo de trabajo del Council on Foreign Relations), que han publicado un documento titulado Salvaguardar la prosperidad en un sistema financiero global (véase Cinco Días del 21 de septiembre). En él proponen que el FMI abandone los grandes paquetes de rescate y el apoyo a divisas "insostenibles"; dar mejores condiciones de crédito a los países con políticas más prudentes; y centrarse en la política monetaria, fiscal y tipo de cambio, y no en reformas estructurales a largo plazo. El texto afirma que los países más frágiles deberían imponer gravámenes transparentes y no discriminatorios a los capitales volátiles a corto plazo, lo que supone algo contrario a la filosofía tradicional del Fondo, sempiterno partidario de la libertad absoluta de los movimientos de capitales y de la liberalización de los sistemas financieros, cualesquiera que sean las condiciones de los países en cuestión. Es decir, el FMI debe dejar en manos del Banco Mundial (BM) la asesoría en materia de reformas no coyunturales.
La desavenencia que en el pasado se produjo entre el FMI y la entidad hermana, el Banco Mundial (ambas creadas en Bretton Woods) sobre las políticas económicas a aplicar durante la crisis financiera no ha desaparecido. El economista jefe del BM, Joseph Stiglitz, ha criticado al FMI por planificar mal la transición rusa al no haber concedido una significación prioritaria a la creación de instituciones políticas y financieras sólidas, lo que le costó una reprimenda del presidente del banco, James Wolfensohn, que afirmó que sus palabras no reflejaban la opinión del BM. Además, mientras el FMI continuaba con su lenguaje tradicional, Wolfensohn y Stiglitz firmaban un artículo conjunto en el que afirmaban que el crecimiento no basta para garantizar el logro del desarrollo económico, siendo necesarios "incrementos democráticos, equitativos y sostenibles del nivel de vida". Conceptos extraños a la práctica habitual del FMI.
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