Coitos
E. CERDÁN TATO Hubo un día en que la virilidad desfiló victoriosamente, junto a los jinetes rifeños, la necrofilia a toque de corneta de los novios de la muerte y los hisopos que derramaron su bendición sobre los cañones de la cruzada. Cuando la autarquía se desnucó en un botijo de lluvia y anís y una escudilla de sopa de ajos, España desertó de la austeridad del triunfo y encaramó su gloria testicular al capítulo más zascandil de la picaresca. A aquella virilidad que apenas se satisfacía en los débitos de las sábanas conyugales, había que ponerla en el pluriempleo. De modo que la artesanía de nómina vertical le facturó la denominación de origen, la estucó de púrpura y la despachó al menudeo por las ferias internacionales de ganado. Cuando se cumplió el presagio, sobre Europa se precipitó un formidable diluvio de espermatozoides policromados, que excitó al mujerío transpirenaico: el olor acre de sexo y sobaco bien sudados colapsó unas fronteras, por las que sólo triscaban cabras y parejas de la Guardia Civil. La jerarquía no lo dudó y descorchó la tonelería del sol. Era la inauguración de la edad de piedra del turismo. Atrás, quedaban la evangelización exnovo de monseñor Tardini, la providencia de la leche en polvo de Washington y la Conga del Canuto. Delante, Elvis Presley y una carne femenina, perfumada, generosa y sin envases. Muchos años después de la jadeante épica, la estadística fulminó el fraude del latin lover doméstico: lo hacía poco y mal. La enaltecida virilidad se transformó en materia de sarcasmo y despojo miserable para degollar mujeres. Ahora, una encuesta sobre el sexo, deja a nuestros jóvenes en una deslucida posición: sólo 66 coitos al año, muy por debajo de los anglosajones. Más de un severo padre preocupado por los testículos acorazados de la raza, habrá sufrido su segunda y dolorosa derrota. Ignoro la utilidad de tales datos, pero por prudencia, no hagamos de Gibraltar un desafío genital. Y ni se nos ocurra decir: "De aquellos lodos estos polvos", podríamos escuchar el eco de nuestra propia voz convertida en una delatora e impertinente carcajada.
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