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Timor y la doble carencia internacional

Una vez más, la barbarie y la criminalidad más desvergonzada se han desatado ante nuestros ojos, para general humillación de la humanidad. La muerte violenta de unos seres humanos a manos de otros, la persecución machete en mano y su culminación en el degüello de las víctimas, ya sea por motivos raciales o religiosos o políticos. Se mata y degüella por exigir la independencia frente a un país invasor, por ser misionero y extranjero, por ser miembro de Cáritas, por ser cooperante de una ONG, por ser párroco o sacerdote católico, por ser ciudadano local y haber votado en una determinada dirección, por haberse refugiado en una iglesia cristiana o en los locales de una determinada organización internacional.El espectáculo de la antigua colonia portuguesa de Timor Oriental en las últimas semanas sólo puede calificarse de desolador, sea cual fuere el ángulo de su contemplación. Hay que recordar que, cuan-do se disponía a dejar su situación colonial en 1975, se vio invadida, ocupada y anexionada por su poderoso vecino, el Estado indonesio, ambicioso, dictatorial y predominantemente musulmán. Tras 24 años de resistencia y de sufrir 200.000 víctimas en su lucha contra la opresión, el pequeño país (800.000 habitantes) consigue llegar a un referéndum auspiciado por Naciones Unidas y respaldado por la comunidad internacional. La masiva afluencia de votantes y el contundente resultado (un abrumador 78,5% a favor de la independencia) define muy claramente el sentido de la voluntad popular. Pero los grandes patriotas integracionistas no lo pueden consentir: las llamadas "milicias", eficaces colaboradoras del Ejército ocupante, están ahí para impedirlo, sin reparar en crímenes y sin que nadie -por el momento- les pueda pedir cuentas por su actuación.

A tal efecto, se aplica una estrategia sumamente eficaz. Se expulsa a la prensa extranjera para tener las manos libres. Se elimina físicamente a los más significativos partidarios de la independencia y sus cabezas son exhibidas, pinchadas en palos, en lugares públicos. Se asesina a numerosas personas por razón de su adscripción política o religiosa, o simplemente por razón del lugar donde se han refugiado. Se viola a numerosas mujeres y se saquean e incendian numerosas viviendas por pertenecer a ciudadanos independentistas. Se presiona y amenaza hasta forzar el abandono de las delegaciones locales de Naciones Unidas y, por último, también la evacuación de su sede central. Se deporta a punta de fusil a una cuarta parte de la población timorense oriental, introduciéndola por la fuerza en Timor Occidental, la parte de la isla bajo reconocido dominio indonesio (ya son 190.000 los así deportados y concentrados en campos de internamiento al otro lado de la frontera). Se fuerza la fuga de sus hogares de otra cuarta parte de los habitantes (ya son más de 200.000 los huidos, refugiados en los bosques y zonas inhóspitas de su propia tierra, en condiciones de dramática carencia de alimentos, agua y asistencia médica). Con todo ello, la mitad restante de la población queda paralizada por el terror, sin posibilidad alguna de materializar el rotundo resultado de las urnas. En otras palabras: frente a unas urnas aplastantes, se opone una represión aún más aplastante, capaz de anular -salvo enérgicas actuaciones externas- la muy mayoritaria voluntad popular. Frente a esta serie de desmanes, el Consejo de Seguridad de la ONU aprueba finalmente una intervención militar, con fuerzas de varios países, encabezados por Australia como potencia de destacado peso y responsabilidad en la zona. Al mismo tiempo, se planea una operación paralela de ayuda humanitaria para aquellos sectores de población más castigados y que más desesperadamente la necesitan.

Pero, con independencia de cuál pueda ser el resultado final -harto problemático- de este nuevo drama, hay algo que, una vez más, salta a la vista con flagrante dramatismo: la patética carencia de instrumentos eficaces, sin los cuales nos veremos abocados, una y otra vez, a tragedias y masacres como las padecidas en la década que ahora termina: Bosnia, Ruanda, Kosovo, Timor. No tardaremos en añadir nuevos nombres a esta lista del terror, del genocidio, de la barbarie, del crimen de lesa humanidad. Todo hace pensar que el salto de siglo y de milenio no va a suponer, previsiblemente, un cambio cualitativo en esta estadística del horror, que aún se prolongará mientras sigamos carentes de, al menos, dos instrumentos operativos de carácter fundamental.

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El primero sería una fuerza internacional permanente, encuadrada por Naciones Unidas, capaz de actuar de forma inmediata bajo la autoridad del secretario general, en cualquier lugar del mundo donde algún dirigente desalmado desencadene un genocidio o actuación criminal que repugne a la conciencia de la humanidad. La falta de dicha fuerza determina situaciones tan penosas como las que en los últimos meses hemos podido contemplar. Se pierden varias semanas -como ocurrió también en Kosovo- en decidir si lo que está ocurriendo es o no es suficientemente abominable para intervenir o no. Se escapan varias semanas más, igualmente perdidas en determinar si la intervención será auspiciada por la ONU o si se verá impedida por un simple veto en el Consejo de Seguridad, y en consensuar, llegado el caso, qué países integrarán las fuerzas necesarias, en qué magnitud lo hará cada uno de ellos y bajo qué mando unificado. Y mientras se escapan esos preciosos días y semanas, la masacre política, la matanza religiosa o la limpieza étnica continúan su curso o se agravan drásticamente. De hecho, una situación de este tipo -como la que todavía padecemos por la configuración actual de la ONU y demás organismos internacionales- constituye un estado de cosas caracterizado por su agudo subdesarrollo (en relación con la magnitud de los problemas afrontados) y su deficiente nivel de operatividad frente a situaciones que requerirían un alto grado de agilidad y un rápido proceso de decisión y ejecución.

El segundo instrumento, ya repetidamente reclamado desde años atrás, sería el tan esperado Tribunal Penal Internacional. Sujetos tan indeseables como los que han ordenado las últimas matanzas en Timor, los mandos de las llamadas "milicias integracionistas", y, más aún, aquellas autoridades -sean timorenses o indonesias- que han diseñado la perversa y sangrienta estrategia para hacer inútil el resultado de las urnas, recurriendo para ello a la muerte, la destrucción y el saqueo de bienes y haciendas, la deportación masiva y la paralización por el terror de los sectores discrepantes, incluso siendo éstos abrumadoramente mayoritarios; los sujetos, en una palabra, responsables de este inmenso destrozo humano, político y social sólo tienen un lugar adecuado en el mundo: el banquillo del citado Tribunal Penal Internacional.

Se dirá que ambos instrumentos son caros, complejos y difíciles de conseguir, y será verdad. Pero mientras no dispongamos de ellos, mientras sigamos adoleciendo de esta doble carencia, tendremos que seguir afrontando las grandes crisis y encarando a los grandes criminales con las pobres, cortas y lentas herramientas que en este siglo hemos fabricado, y que el siglo XXI tendrá forzosamente que superar.

Prudencio García es consultor internacional de la ONU e investigador del INACS.

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