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LA CRÓNICA Apología del crustáceo JAVIER CERCAS

Javier Cercas

Era una época en que todos éramos duros por fuera y blandos por dentro. Era la adolescencia. Por entonces iba mucho al teatro. Iba, por ejemplo, a ver Las moscas, de Sartre: después de aguantar a pie firme tres horas de tostón letal, salía a la calle con la existencialista de tendencias suicidas a la que había acompañado y, con la vana ilusión de rentabilizar el suplicio, la castigaba con un discurso sobre el ser y la nada y el destino y la justicia y la imposibilidad de no ser libres. Por entonces también hice mi primera huelga. Era una huelga por la libertad de expresión, porque acababan de formarle un consejo de guerra a un tal Boadella por una obra llamada La torna. Por supuesto, yo tenía la certeza de que estábamos defendiendo al autor de algún tostón letal, pero, aunque sabía que estaba haciéndole un daño tal vez irreparable al mundo, no me importó, porque aquella huelga se convirtió en una juerga durante la cual estuve a punto de hacerme Hare Krishna, para complacer a una preciosa hippy de tendencias místicas. Dejé la adolescencia y dejé de ir al teatro. Como no soy precisamente un genio, tardé demasiado tiempo en convencerme de que no había manera de ligar con Sartre, y de que además es de idiotas pagar por aburrirse. Una tarde, sin embargo, al pasar por un teatro vi un cartel que anunciaba una obra del tal Boadella: Laetius. Por curiosidad -o por nostalgia del existencialismo y la mística-, entré. Durante dos horas me reí, me emocioné, me exalté, y al terminar la función pensé que el teatro se parece a la poesía: hacerla es facilísimo, pero hacerla bien es lo más difícil del mundo; también pensé que, con la primera y última huelga de mi vida, había contribuido sin saberlo a hacerle un favor al mundo. Muchos años después, sigo pensando lo mismo. Sobre todo después de ver hace unos días, en Figueres, el último montaje de Boadella: Daaalí. Mientras hago cola ante la taquilla del teatro, me acuerdo de que Julio Cortázar, que fue toda su vida un adolescente y que quizá por ello escribió algunas novelas medio existencialistas y medio místicas, sospechaba por sistema de todo aquel que sospechaba de Dalí, porque "hay contra Dalí un horror muy parecido a esa hipocresía sádica que se disfraza de horror hacia el verdugo". Por su parte, uno sospecha por sistema de todo aquel que sospecha de Boadella. Es verdad que, como Dalí, Boadella es un provocador y un histrión, pero hay que preguntarse si provocar y hacer reír no son dos de las pocas cosas decentes que todavía puede hacer un intelectual. Al entrar al teatro reconozco a un legendario jugador de balonmano de mi adolescencia, de nombre Jou, que en un partido legendario fue increpado por un espectador: "Jou, no tens collons!", a lo que Jou contestó bajándose los pantalones en plena pista y demostrándole al energúmeno que estaba equivocado. Pienso que el gesto no hubiera desagradado a Dalí; tampoco a Boadella. Menos aún, al Dalí de Boadella. La obra es un delirio rigurosísimo realizado por alguien que tiene un sentido brutal del espectáculo, y también un férreo ejercicio de libertad de quien sabe que la libertad en el arte es una estafa: por eso el Dalí de Boadella es un Dalí del todo verosímil, sorprendente y familiar al mismo tiempo, alucinado y conmovedor, libérrimo y riguroso e hilarante, tozudamente inmune al tópico. En algún momento de la obra Dalí afirma que Dios se equivocó al hacer a los hombres -que son blandos por fuera y duros por dentro- y declara su amor por los crustáceos -que son duros por fuera y blandos por dentro-, y mientras le oigo pienso que quizá Dalí fue un adolescente eterno y un enorme crustáceo y que en el Dalí de Boadella no sólo hay un retrato y un homenaje al pintor, sino sobre todo una lección moral. Después de dos horas de risas y exaltaciones, salgo del teatro diciéndome que tengo que ir más a menudo al teatro, con ganas de montar a la mínima una huelga que sea también una juerga, y cuando veo en el hall al balonmanista legendario estoy a punto de gritarle: "Jou, no tens collons!", más que nada para ver qué pasa, pero, como ya hace tiempo que dejé de ser un adolescente y me he reblandecido por fuera y me han salido callos por dentro, recapacito y me abstengo. Un poco avergonzado, pienso en Dalí; luego pienso en Cortázar, que escribió: "Genio es aquel que se lo cree y acierta". Yo no sé si Dalí fue precisamente un genio -o si fue sólo un loco que tuvo la genial idea de creerse Dalí-; sé que se lo creyó, y sobre todo que ésa es la primera condición para ser un genio. En cuanto a Boadella, está claro que se ha creído que Dalí fue un crustáceo. Y que ha acertado. Daaalí no es un apología de Dalí: es una apología del crustáceo.

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