La lejanía de la política
JAVIER UGARTE Hoy hace un año que ETA proclamó su tregua. Pero hace diez ya que cayó el muro de Berlín (1989). Quiere decirse que llevamos un año adaptando la sociedad vasca a una vida sin violencia, pero -y tal vez resulte más relevante históricamente- hace bastante más que nos adentramos en el siglo XXI, en el de la sociedad posindustrial, en un mundo de sensibilidad posmoderna que, de por sí, hacía inviable un grupo terrorista con apoyo de masas. La sociedad vasca es sensible, claro está, a ambos hechos. O, más bien es al revés, pero, entendámonos, se quiere decir que la sociedad sí respira ese aire posmoderno y posviolento, no así el discurso político; la sociedad sí cambia, la política no. La política, o, más ampliamente, el debate público que hoy se da en el País Vasco (ése que nos incluye a políticos, periodistas, creadores de opinión, asociaciones varias, contertulios o analistas), sigue impertérrita, cerrada ante la evidencia de los hechos. Estéril, se revuelca en sus dilemas de siempre. A lo más que llega (caricaturizo) es a reivindicar el "diálogo", es decir, la tolerancia -un debate que se dio en la Europa del XVI-XVII con las guerras de religión-. Y, ¿diálogo para qué? Nada; simplemente diálogo y encuentros, y nuevas fórmulas que no se concretan o se mueven en el terreno de la ensoñación, otra forma de inconcreción. Y luego están Quebec, el marco vasco de decisión, Irlanda, apelaciones al actual orden, condenas del nacionalismo o del españolismo; en fin tópicos vacíos de los que la gente huye como huye del agente de seguros. El resultado es que el debate público, la política se aleja a una velocidad fantástica de lo que son las tendencias del momento. Esta circunstancia resulta especialmente evidente en este arranque del otoño de 1999, cuando aún están vivas las voces, tan físicas, del verano, cuando la reducción drástica del ruido político y mediático permite que expongamos al sol nuestras vergüenzas, que aflore lo que realmente nos inquieta y realicemos un ejercicio de introspección colectivo sobre lo que nos estremece (el sexo y la muerte, dirían Berlanga y Allen) o nos cautiva. Y, según eso, somos una sociedad acomodada (con sus bolsas de pobreza) que enfila el siglo XXI, con sus múltiples inquietudes éticas (aquí cabría un amplio debate sobre los efectos profundos de la violencia), estéticas y prácticas. Frente a ello, a la vuelta, con el otoño han tronado vacías las conmemoraciones de Lizarra y la tregua, asuntos sobre los que ha girado y girará nuestra Política, así con mayúscula; solemne y lejana. Hoy, tras la caída del muro (1989), muerto el ideal de progreso, se ha reducido drásticamente la percepción del tiempo: el futuro, el porvenir, no existe, por lo que apenas si interesa tampoco el pasado. El tiempo posmoderno se reduce al presente más rabioso, a la mera actualidad. El pasado ya no interesa y las expectativas de futuro son mínimas. Es la marea que avanza hacia su punto más bajo. En esas circunstancias, la tarea del debate público debe ser la de analizar con rigor el presente y aferrarse fuertemente a él para ensanchar el tiempo hacia el porvenir como expectativa necesaria -contando con un pasado veraz como factor de experiencia-. En política eso significa partir de lo que hay, sin saltos en el vacío, gestionar eficazmente el presente y avanzar sólida y paulatinamente. Frente a eso, la política de hoy y nuestro debate público, ignora lo que ya hay para apelar de forma vacía o excesivamente pragmatica al porvenir como forma de redención. Soberanía salvífica de un lado (el nacionalismo y su entorno) o simple gestión de recursos (el resto). Hoy, que interesa el presente, lo pequeño y lo concreto -nada de grandes proyectos-, sólo se habla con Grandes Palabras o no se propone nada. Ningún debate ético o conceptual serio en nuestra sociedad. Debiéramos prolongar el verano, establecer una moratoria de ruido mediático, escuchar música y dejar que lo que nos inquieta privadamente aflore poco a poco a la escena pública. Pero eso es imposible, lo sé, es una utopía.
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