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Bodas

CARMELO ENCINASA Fernando Morán se le veía feliz en aquella boda. Él no era el novio y, por supuesto, mucho menos la novia. Tampoco era allegado ni familiar de los contrayentes y, sin embargo, parecía el más dichoso de la ceremonia. Su papel allí era el de oficiante, sacerdote de un sacramento laico, que consiste en matrimoniar a un hombre y una mujer con el Código Civil en una mano y nuestra santa Constitución en la otra.

Hay quien ha visto en esa actuación casamentera la sublimación del personaje, como si don Fernando hubiera alcanzado en aquel rito su particular éxtasis profesional. Y es verdad que la cosa le quedó bien, pero presentarle por ello cual chambelán de Afrodita es simplemente una chorrada. Morán disfrutó como se disfruta cuando se hace algo inédito sin los peligros de montar en globo ni los de otras experiencias de alto riesgo. El casar a dos enamorados es un privilegio que nuestras leyes otorgan a los concejales, y si a él le apetecía y, además, daba una satisfacción a los novios, hizo entonces lo que debía.

Sin embargo, estoy seguro de que los muchos madrileños que le apoyaron en las pasadas elecciones del 13 de junio no le confiaron su voto porque pensaran que iba a oficiar las bodas con mucho sentimiento. Le votaron con la esperanza de que fuera el alcalde que mejor solucionara los problemas de Madrid o, al menos, que desde la oposición le pusiera a Manzano las peras al cuarto, apremiándole para que los arreglara. Las urnas dejaron claro la misma noche electoral que lo primero no iba a poder ser y un arrechucho cardiovascular que le sobrevino en el mes de julio ha impedido hasta el momento lo segundo.

Ahora, en su grupo de concejales hay una cierta confusión sobre si va a reincorporarse plenamente a las tareas municipales y, si es así, cuál será realmente su función. ¿Ejercerá de forma efectiva como portavoz del grupo o el suyo será un papel meramente honorífico? Ésa es una decisión que no debe tomar nadie más que él. Fernando Morán ha de medir bien sus fuerzas y determinar si puede abanderar en condiciones la oposición en el Ayuntamiento de Madrid. No se trata de cubrir el expediente con apariciones esporádicas, actos protocolarios y alguna que otra boda más, sino de ponerse manos a la obra y cumplir con la fundamental labor de marcaje y fiscalización que el sistema democrático adjudica a los representantes de la oposición.

De su decisión están pendientes las dos mujeres que le siguieron en la candidatura socialista, Cristina Narbona y Matilde Fernández. Diputadas ambas en el Congreso, cualquiera de las dos está capacitada para tomar las riendas del grupo y trabajar por la ciudad, articulando una alternativa consistente para las próximas elecciones municipales.

Tanto Alberto Ruiz-Gallardón como José María Álvarez del Manzano fraguaron con muchos años de oposición sus respectivos accesos al poder, y el primero ha comenzado su segundo mandato, mientras el alcalde enfila ya el tercero. Morán tiene 74 años y es probable que en el año 2003, cuando se celebren los próximos comicios municipales, no le pida el cuerpo el batallar por convertirse en el primer alcalde octogenario de la capital. El de Madrid es el Ayuntamiento más importante de España y se merece cuanto menos la plena dedicación de quienes aspiran a gobernarlo algún día. Ese esfuerzo es, además, el único capaz de forjar con los años un candidado sólido, que pueda ofrecer su experiencia y conocimiento a los electores para mejorar la ciudad.

El tiempo en política pasa deprisa y la Federación Socialista Madrileña debería fijar pronto una estrategia de futuro que les permitiera al menos optar a la reconquista del poder municipal en la próxima cita con las urnas. Decidir cuanto antes quién ha de suceder a Morán y la persona elegida abandonar su escaño en el Congreso para que nadie tenga dudas de su compromiso con Madrid. El ejemplo lo acaba de dar la portavoz de IU, Inés Sabanés, que acaba de renunciar a su acta de diputada con el objeto de dedicarse en cuerpo y alma al Ayuntamiento de Madrid. Lo de las bodas es bonito, pero hay que ponerse el traje de faena para no tener en las elecciones cara de funeral.

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