Dejar de fumar
JOSÉ LUIS MERINO "Dejar de fumar es fácil; yo lo he dejado mil veces". La frase explica, en forma de irónica impotencia, las dificultades que encuentran millones de fumadores a la hora de dejar el hábito fumetero. Puede parecer cosa baladí para muchos, sobre todo si no son fumadores. Para otros, gran legión viciosa, suele llegar a ser un tema casi obsesivo. Son pocos los fumadores que al cabo del año no se hayan propuesto dejar de fumar una o más veces. Son incontables las historias personales que le llevaron a un fumador a tomar ese hábito. Lo más corriente es empezar a fumar de jovencito, lo que es una manera de saltarse lo prohibido. Sea por lo que fuere, el vicio ya está dentro de uno. La mayor parte de los hechos que conforman la vida de quienes son fumadores se han desarrollado con un pitillo entre los dedos. Es testigo de sus actos, e incluso de los más íntimos. Ese testimonio de los pitillos viendo vivir al dueño de los dedos que los sostienen tiene tanto que ver en el hábito fumeteante como la adicción a la nicotina inmersa en el organismo. Antes de seguir adelante debo advertir que si no fuera a la larga perjudicial, nadie dejaría de fumar, ni perdería el tiempo en estas disquisiciones. Son las estadísticas médicas, más las campañas en contra del tabaco y esas infinitas mañanas de muchos fumadores con sus gargantas y pechos silbeantes, lo que le mueve al fumador a posicionarse frente al arraigo de su costumbre. Es verdad que, salido del baño y repuesto por el desayuno, el pitillo después del café y las tostadas le sabe a gloria. Luego, todo sucede como cada día. Otra vez los pitillos convirtiéndose en testigos nupciales de cada acontecimiento. De los quince, veinte o más pitillos diarios que se fuman, unos pocos son los desgustados con delectación. El resto es puro quemar sin gozar. Es en esos momentos cuando el fumador siente o puede llegar a sentir el absurdo del vicio. Entonces se propone dejar de fumar mañana mismo. Arranca la propuesta. Unos están sin fumar durante dos días, otros llegan a quince días o seis meses, y hasta un año. Sin embargo, un día, sin darse cuenta, aceptan un pitillo. Sólo uno... Han caído otra vez. No obstante, de vez en cuando alguien deja de fumar para siempre. A partir de ese momento convierte su renuncia en una especie de apostolado. Cuenta a todo el mundo cómo dejó de fumar y narra las ventajas que supone no estar pendiente del pitillo. Pero para algunos eso no son sino sermones. No les parece nada bien que anden sueltos esos predicadores del aire incontaminado. Si pueden les dirían cuatro cosas gordas, resumidas de manera no demasiado hiriente: "vive y deja vivir". La gama que se deriva del vicio fumetero es enorme. Están los que saben administrarse y fuman sólo cuatro o cinco pitillos al día. Hay quienes son incapaces de emprender algo, lo que sea, sin haber encendido un pitillo antes. Para muchos, el pitillo es el interlocutor mudo que les permite no estar solos. Los hay ansiosos, encendiendo un pitillo y otro sin apenas descanso. Otros exhiben el fumar con placidez que delecta. Y algunos poseen la habilidad de hacer anillos, esos son los reyes del pitillo. Mención aparte merecen los fumadores de puros. Ellos se tienen por más listos que los otros fumadores, porque gozan del aroma y las volutas ampulosas, sin que apenas se dañen sus pulmones. Tal vez no les falte verdad. Más para los fumadores corrientes, los de puros son de otra especie humeante. No son como los campeones del pitillo cinematográfico, tales Humphrey Bogart y Dana Andrews. Además, los que fumaban puros en el cine, hacían de gánsteres. Para los que nunca han fumado, estas historias de humo y fumadores les tiene que sonar a sonajero checheno, ¿no?
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