Libre y salvaje
JUVENAL SOTO Ahí va un jinete libre y salvaje. Vicente Núñez ejerce de caporal ilustrado y déspota de la poesía española, por eso desde siempre ha cabalgado sobre ella con el desparpajo de los domadores mexicanos de caballos bravos, como si el rodeo de la literatura no fuese otra cosa que saludar, sombrero en mano, a un respetable incapaz siquiera de trotar sobre un potro rengo. La habilidad de este jinete consiste, por tanto, en dar espectáculo, recoger los aplausos agitando el chambergo y hacer mutis tras cobrar la soldada. Después, ¡adentro el musical de los mariachis! En Aguilar de la Frontera, su pueblo y no el mío, tiene instalado el poeta Vicente Núñez un rodeo perpetuo de versos y berzotas. Allí lo visitan afamados domadores de las artes y las letras, y allí ofrece él su ritmazo bronco a la cuadrilla que llega para verlo y escucharlo. Desde presidentas consortes del Gobierno de España hasta el último mocoso de la hornada psss-postnovísima de la poesía contemporánea, pasando por psiquiatras y críticos literarios de la peor Cazalla, más de media inteligencia española ha trasegado un par de lingotazos de Montilla con un Vicente que sólo le ofrece croquetas a los muy VIPS que caen por la vera de su velador, permanentemente poblado con dos o tres catavinos con versos de las mejores añadas, allá en las entrañas del bar en cuya puerta un mosaico conmemorativo recuerda: "Aquí escribió el poeta Vicente Núñez su libro Ocaso en Poley". Allí revela sus misterios de poeta que dice que no sale de Aguilar, si no es a Córdoba y Málaga, porque le dan los síndromes. Desde allí habla por teléfono con Pablo García Baena: "Oye, Pablo, queridísimo Pablo, que me dejé en Rute la segunda tesela y medio Ocaso...". "Bueno, chiquillo, tampoco se pierde nada. Si es que no paras...". Allí, parapetando sus joyas mentales y sus pedruscos de carbono cristalizado tras una cartera en la que parece guardar las facturas del gas, el poeta Vicente Núñez desgrana los aforismos que luego publicará en el Córdoba a cien duros la pieza. Allí descansa permanentemente lo mejor de la poesía española acompañando a Vicente, y allí descansa también lo mejor de la literatura española cuando Vicente está solo, acompañado, no más, por su catavino y esa cartera de los poemas -yo juraría que son extractos bancarios- que nunca terminarán de pagarle Andalucía ni España ni la humanidad. Ya en la madrugada de Aguilar, cuando en la barra de la taberna se apagan las últimas botellas, este cachicán de la lírica aún tiene agallas para envolverse en el loden y bajar hasta la estación del ferrocarril a tomarse la penúltima. Cruzará la plaza a oscuras, cortará camino por la calle Vicente Núñez, se sentará en un banco de la estación y, acurrucado frente al mundo, quizás acometa el tarareo de algo de Serrat, Penélope, con su bolso de piel marrón..., en tanto pasa el último talgo con pasajeros que comen bocadillos de jamón y tortillones de papas. Pasa el último tren correo, pasa el último mercancías, pasa lo que tiene que pasar. Entonces, Vicente mira de reojo y ve un perfil de jefe de estación. Entonces, lo dicho: ahí va un jinete libre y salvaje.
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