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Pesadillas de San Roque

Una noche a la intemperie con las penurias de 130 rumanos

Las noches en las puertas del campamento rumano de San Roque, en Fuencarral, pueden ser eternas. Eso dice Mario, un joven de 17 años que sueña con tener una casa, un coche y diez hijos. "¿Para qué quiero más?", se pregunta. Es miércoles. Anochece en el asentamiento y con las primeras luces de la calle comienzan a regresar una docena de mujeres con niños en brazos y con evidentes signos de cansancio en sus rostros. Ni ellas ni sus hijos pueden entrar al campamento porque no aparecen en el censo que elaboraron las ONG en julio. Algunas vuelven después de un largo día paradas en las esquinas tratando de vender La Farola. Prefieren no hablar. Unas se tumban sobre las viejas colchonetas, entre cartones sucios y mantas desgastadas, y otras se dedican a preparar la cena.

Mientras tanto, una treintena de chiquillos juguetea en los alrededores. Ninguno se atreve a cruzar el límite que trazan las vallas amarillas del Ayuntamiento y que están colocadas en cada extremo del lugar. Juegan a perseguirse los unos a los otros; hacen piruetas sobre el asfalto y a veces, cuando encuentran un papel entre la basura, pintan hombres y mujeres con cabellos largos y brazos muy fuertes. "¿Te gusta? Ésta soy yo", dice, en perfecto español, Mirela, una pequeña de enormes ojos verdes a la que le gusta cantar: "Una sandía, dos sandías... Esa canción la aprendí en la escuela", cuenta.

En el interior del campamento todo es tranquilidad. Afuera, en cambio, todo es bullicio. Aquello parece una torre de Babel. Los pequeños hablan español, y algunos adolescentes, italiano y alemán, virtud que, asegura Mario, se debe a su periplo por varios países europeos. "Es que aprendemos muy rápido", dice entre risas.

En las esquinas se arremolinan los hombres alrededor de varias botellas de cerveza. Según Mario, sólo tienen agua.

PASA A LA PÁGINA 16

"Aquí no nos quieren"

VIENE DE LA PÁGINA 1Son ya las once de la noche y en el ambiente se siente el olor intenso de las chuletas que las mujeres cocinan en fogones alimentados por bombonas de gas. Por momentos se confunde con un hedor insoportable que llega desde algún lugar del descampado. "Es que no tenemos baño. Aquí hay que hacerlo todo al aire libre", se excusa Mario. "Lo peor no es el olor, sino las ratas", comenta, no muy lejos, un policía municipal que cumple su turno en el campamento.

"Aquí parecemos animales", se queja un padre de familia. Y enseguida, otro más apunta: "Bueno, pero en Rumania era peor". En ese momento, el balón con el que juegan los muchachos en la calle golpea contra una de las patrullas de la policía. "A ver si me revientan el vidrio y después me lo tienen que pagar", ironiza el agente.

Antes de la medianoche, una voluntaria de las ONG que gestionan el campamento sale del recinto acompañada por un vigilante privado que custodia celosamente las puertas del local. "Te he dicho que eso está prohibido", le dice, casi a gritos, a un chaval que no tiene más de catorce años. El chico esconde entre sus ropas una pistola de juguete con la que unos minutos antes perseguía a sus amigos. En medio de la calle se aglomeran los rumanos tratando de entender lo que ocurre. Varios policías intervienen y obligan al chico a entregar el arma de juguete. "Eso está prohibido en España. Es ilegal, no se puede tener", le dice uno de los agentes y minutos después le entrega un acta. El chico mira el papel, se ríe y después vuelve a jugar al fútbol.

A las doce de la noche nadie puede entrar ni salir del campamento. Las normas son estrictas, pero los chavales las incumplen. Un grupo de ellos prefiere seguir jugando antes que respetar el horario. Media hora después, cuando por fin deciden dejar el balón en paz, el vigilante les impide el ingreso.

Las madres, al escuchar el alboroto, salen de las tiendas y entonces comienza el drama: "Mi niño es muy pequeño, déjenlo entrar, señor. Por favor". El vigilante se resiste. Tras varios minutos de ruegos, otro voluntario se acerca para arreglar la situación. "La próxima vez se quedan en la calle. Aquí tienen que cumplir los horarios". Uno a uno entra en el campamento tras dejar su nombre en una especie de lista negra.

La calma se apodera poco a poco del camino de San Roque. Las mujeres extienden sobre el asfalto mantas gruesas y envuelven a los bebés de los pies a la cabeza. Se duermen sobre la calzada y en medio de la carretera, apretujados entre sí. Son más de las dos de la madrugada. Todos duermen, menos Mario. Él, que ya es padre de uno de los diez hijos que piensa tener, parece ser el único que no quiere estar en España. Después de varios rodeos confiesa por qué: "Es que aquí no nos quieren".

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