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Onze de Setembre: amarcord ANTONI PUIGVERD

Retengo tres escenas de unas lejanas conmemoraciones del Onze de Setembre. En la primera de ellas, estoy completamente solo en una calle de mi pueblo. Tengo 18 años y voy a empezar el segundo de letras en la Autónoma. En el curso anterior me he dado al deporte de las manifestaciones y a las interminables asambleas, he fundado partidos revolucionarios que han durado una noche de pintadas en una calle sin tránsito y he participado en una expedición nocturna a las cocheras de Sants para introducir arena en los depósitos de gasolina de los autobuses a fin de facilitar la convocatoria de una huelga. He pasado, pues, un año estudiando poco y hablando mucho. Ahora, 10 de septiembre de 1972, a pleno sol, poco después del almuerzo, me encuentro en una desierta calle de mi pueblo ampurdanés con un fajo de panfletos oculto en un macuto verde oliva. Los panfletos son de una joven que he conocido en la Universitat Catalana d"Estiu de Prada, en donde he pasado unos días de verano. Me ha pedido que los distribuya: no tiene un solo contacto en la zona en donde vivo. En tono más o menos épico, resumen la versión romántica de la luctuosa caída de Barcelona, asediada por el duque de Berwick. Se habla asimismo de la victoria borbónica en Almansa con refrán incluido ("quan el mal ve d"Almança, a tots alcança") y se añade, como moraleja, una apelación a la independencia de los Països Catalans. Deslizo alguno de estos panfletos en los buzones, dejo un montón de ellos en la Iglesia, junto a la hoja dominical, y otros montones en las sillas de las desoladas terrazas de los bares más céntricos. En la segunda escena, también me encuentro solo. Días antes, en Barcelona, un millón de personas se han manifestado gritando al unísono: "Llibertat, amnistia, Estatut d"autonomia"..., 11 de septiembre de 1977. La izquierda ha ganado espectacularmente las primeras elecciones. Este es el nuevo fet diferencial: en España gana el posfranquismo, pero Cataluña es de izquierdas. Como en el caldo de la escudella, la reivindicación nacional y la reivindicación social se funden en un único y contundente sabor. En esta escena estoy hojeando las fotos del evento que publica Interviu. Fue la mayor congregación cívica después del entierro de mosén Cinto y no ha sido superada. Miro las fotos con envidia: en el territorio que tengo encomendado (en estos momentos soy militante socialista y casi me dedico a ello sin parar) las cosas están bastante más verdes. En los años 1975, 1976 y 1977, en Girona, el Empordà o la Garrotxa (actualmente considerados feudos nacionalistas) la política todavía despierta recelos. Las ideas democráticas (entre ellas, las reivindicaciones llamadas "nacionales") obtienen un eco distante. El franquismo ha dejado un poso cultural muy espeso y la dispersión de los habitantes no ha permitido la aparición de organizaciones potentes. Mientras contemplo las fotos de la Barcelona politizada celebrando masivamente el Onze de Setembre, me pregunto si a pesar de los éxitos electorales va a ser posible en el resto del país algo parecido. En la tercera escena ya he abandonado todas las militancias. No sé muy bien por qué. También muchos otros compañeros de fatigas lo han dejado. No hemos querido o no hemos sabido convertirnos en profesionales de las ideas políticas. Cuando éstas estaban penadas, las defendimos por simple dignidad. Pero, superadas con éxito las primeras elecciones, nos pareció (y les pareció a los que se quedaron) que ya no éramos necesarios. Han pasado unos años. Ahora estamos en la década de los ochenta. Soy profesor de instituto. Imparto clases de literatura. Empecé hablando de Garcilaso y ahora puedo explicar Ausiàs March. Nada me gustaría más, en realidad, que poder mostrar, leyendo y comentando textos de uno y otro, como estos dos sensacionales clásicos, siendo tan distintos, son líricamente gemelos. Pero me han obligado a escoger y ahora soy, a decir de los alumnos, "el de catalán", una especie de misionero. Sobre las frágiles espaldas de los profesores de catalán, el nuevo poder político, la Generalitat de Jordi Pujol, ha descargado la responsabilidad de la normalización. Misioneros frecuentemente sobrepasados por la responsabilidad. Con pocos medios, improvisando los materiales, abriéndonos paso en unos claustros rutinarios y con la congojante impresión de estar prácticamente solos en la formación histórica, lingüística y cultural de los más jóvenes. Durante unos años, a mediados de los ochenta, estamos a punto de convertirnos en "formadores del espíritu nacional" (algunos, a finales de siglo, todavía están en ello). A mediados de los ochenta, pues, y en la situación profesional que acabo de relatar, paseo, cuando la tarde cae, frente al mar de Palamós, aprovechando la fiesta del Onze de Setembre. Los papás juegan con sus hijos, los novios se besan, los ancianos contemplan el mar. Entre el amable bullicio dominguero, un centenar de personas se arrebujan frente a un tablado tapizado con las cuatro barras. Sobre el tablado habla Luis Racionero. Me detengo. Su discurso es curioso y ameno. Habla del mediterráneo pasado y del país que pudo haber sido y no fue. Después, un dirigente republicano que le acompaña se muestra muy radical contra España, como si el Onze de Setembre histórico hubiera sucedido el día anterior. También aquí me encuentro solo. Desearía ser menos indiferente que la mayoría (les interesa el mar, ni se detienen), pero el discurso antiespañolista y recalcitrante, tan parecido al del panfleto separatista que repartí a mis 18 años, me parece una absurdidad. Conozco, en tanto que profesor / misionero de la lengua, la diaria dificultad que entraña ganar el interés de los alumnos castellanohablantes, que son muchos, más de la mitad. En esta tercera escena, se había producido ya el extraño vuelco mental que ha durado hasta hoy. La izquierda dejó, no sé muy bien por qué ni cómo, la iniciativa ideológica a los partidarios del nacionalismo etnicista. No es sólo el pujolismo. Es una idea de Cataluña que hace abstracción de casi la mitad de sus ciudadanos y que vive la historia como un western entre los cowboys castellanos y los sufridos indios catalanes. Un western interminable. Muchos de los indiferentes paseantes que ni se detuvieron a escuchar el mitin de la tercera escena puede que estuvieran ya instalados en esta idea. Una idea que fructifica alimentada por un sentimentalismo gaseoso, muy próximo al del Barça, y fundamentada en unas bases ideológicas tan superficiales que han permitido a muchos pasar del franquismo al nacionalismo sin esfuerzo alguno. Por esta razón, al final de esta narración, no puedo sino expresar una duda: ¿fue un espejismo la explosión de aquel fabuloso Onze de Setembre del millón de personas? En aquel momento el tuétano del discurso era: "Cataluña será de todos o no será: hay que abrazarse". Era la primera gran demostración de que el mito romántico estaba refundándose. No me parece menospreciable el mito romántico del Onze de Setembre: es severo y doliente, pero contiene el inquietante poso de la venganza. Por este poso y por los enormes cambios sociológicos que el país ha vivido, convenía refundarlo. Me pregunto si el etnicismo ha sembrado de manera irreversible en los corazones. Si lentamente, pero sin pausas, estamos cultivando un paisaje balcánico. O si, por el contrario, aquel Onze de Setembre del abrazo fue el primer apunte de lo que podemos trenzar a partir de ahora, menos ilusos, después de un largo paréntesis.

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