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La memoria y el encono

A finales del pasado junio se planteó en la prensa una cuestión que tiene la suficiente relevancia como para volver sobre ella. Se trataba de contraponer, en el caso de concretas conductas individuales, lo que se dice en el presente con lo que se escribió en el pasado. En países como el nuestro que han tenido en tiempos recientes una complicada trayectoria, esa operación puede acabar en confrontación estéril o en ejercicio moral positivo. Parece bueno intentar lo segundo quitando a la polémica cualquier acidez perjudicial. Este género de debate que en aquel momento pareció iniciarse -la revisión del pasado de las figuras consagradas en el medio intelectual o periodístico- no es nuevo. Como casi siempre, reproducimos, en este género de contienda intelectual, lo que tuvo lugar en Francia hace algún tiempo y lo hacemos en tono menor. El vecino país ha tardado mucho en reconciliarse con un pasado de colaboracionismo, colectivo pero también de personas señeras, con los nazis. Cuando empezó a hacerlo, no siempre supo evitar la desmesura. Recuerdo, por ejemplo, aquella especie de panfleto escrito por Bernard Henri Levy contra la llamada "ideología francesa", esa actitud de buena parte de los intelectuales de la preguerra -entre ellos el futuro director de Le Monde- seducidos por la hipercrítica a un régimen parlamentario caduco e incapaces de ver los peligros de soluciones que parecían brillantes y resultaron abyectas. Fue Raymond Aron quien señaló el extremado grado de simplicación y de superficialidad del líder de los llamados "nuevos filósofos" en aquel texto. Hoy el debate ha adquirido otro tono. El libro de Pierre Jean acerca de la juventud petainista de Mitterrand fue lo bastante matizado como para que el propio presidente francés tuviera que admitir lo que en él se decía.

Las actitudes de los tres innominados personajes que fueron traídos a colación en aquella ocasión pasada -un periodista, Haro; un escritor, Cela, y un filósofo, Aranguren- deben ser recordadas, pero no en la minucia del pequeño detalle ni tampoco en exclusiva como definitorias de una actitud personal. Las tragaderas de cada cual aparecen en ocasiones difíciles, pero no es justo que den el perfil único y exclusivo de un individuo. Quien se ofrece como censor se autodefine, pero también describe un ambiente social casi tan bien como alguna de sus novelas. Quien, para sobrevivir, tiene que alabar a un régimen que detesta da cuenta de su fragilidad, pero constituye un rotundo anacronismo juzgarlo fuera de un contexto tan abyecto como el citado.

Cuando se planteó el debate sobre esta importante cuestión, apareció como modelo implícito una innominada figura, la de Julián Marías, que merece de sobras esa condición. Quedarse en España en circunstancias inhóspitas y sin someterse, aguantar que un tribunal inepto ni siquiera apruebe su tesis doctoral y contribuir, no obstante, a hacer crecer la libertad de los españoles, de forma imperceptible pero segura, como lo hace la hierba entre las rendijas de un patio enlosado, merece entusiasta admiración. Pero la ventaja de lo obvio es que no necesita glosa. Una de las glorias de Julián Marías es el estoicismo con que ha soportado una cierta falta de reconocimiento. Éste vendrá algún día, y en el presente no creo que necesite contramodelos. De la influencia de Aron pudo decirse que, gracias a su pensamiento, hubo un momento en que Francia entera se descubrió aroniana. De los intelectuales españoles actuales, Julián Marías ha sido quizá uno de los que más han contribuido al modo y el contenido de la transición. Lo ha hecho además manteniendo una actitud rectilínea. Pero, si eso merece un devoto homenaje, no justifica imponer a todo el mundo idéntico rasero.

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Para llevar a cabo un debate sobre el pasado que verdaderamente merezca la pena y que tenga algún efecto social terapéutico, se necesita bastante más que lo mencionado en los tres últimos párrafos. Citaré tres actitudes complementarias que me parecen imprescindibles: saber más y mejor, ver la cuestión con la proporción debida y olvidar el encono.

Lo más elemental y obvio es siempre conocer más para comprender mejor esa parcela de nuestra historia reciente. Eso, que siempre es necesario, en el caso de un pasado como el nuestro resulta imprescindible, entre otros motivos porque apenas si tenemos una Historia realmente compartida y unos puntos de referencia comunes. El conocimiento matizado y a fondo, por más que pueda parecer espinoso, es posible, y además, de ello existen pruebas recientes. Quien lea el reciente libro de Javier Varela se encontrará una disección muy aguda de la obra de un intelectual excelente, José Antonio Maravall, quien, no obstante, escribió los más denostados artículos en Arriba en el momento en que Hitler era dueño de Europa. Véase también el libro de Muñoz i Lloret sobre Vicens Vives que no exculpa ni condena, sino que permite comprender los perfiles de esta singular figura de la cultura catalana. Ese tipo de libro es el que falta sobre tantos intelectuales españoles del tiempo reciente. Quizá la obra de Aranguren merezca un día ser situada en su auténtico valor y pierda un aura que en otro tiempo tuvo. Quizá, además, lo que guste menos no sea el vaivén de una postura a otra, sino la real sustancia de su pensamiento. De cualquier modo, es preciso saber más y mejor. Y, por supuesto, no sólo en el terreno de la historia intelectual: no se entiende la carencia de interés práctico de la Administración cultural acerca de esta cuestión decisiva. Nadie parece darse cuenta de que la historia inmediata podría contribuir a la creación de un imaginario común, de un sentido de empresa colectiva, en un país de pasado cercano tan desgarrado como el nuestro.

Hace falta también sentido de la proporción. No parece aceptable una abigarrada mezcla de cantidades y cualidades heterogéneas. Eso puede estar bien para empezar un debate, pero no para proseguirlo con el deseo de llegar a buen puerto. No me parece que haya identidad en las tres trayectorias biográficas citadas, ni tampoco en el contenido de aquella supuesta acta de acusación. En caso de que mereciera tal nombre en lo que respecta a Aranguren, no sólo elude la cuestión de un conocimiento a fondo, sino que incluso establece una prioridad inapropiada acerca de la memoria colectiva. En un país en el que todavía los archivos de Franco están en manos de sus familiares y éstos han tenido en sus manos los de Azaña durante décadas, resulta sencillamente insostenible pensar que lo más urgente para liquidar cuentas con el pasado es arrojar la mancha ignominiosa de un estanco al occipucio de un filósofo.

Y, en fin, está también la cuestión del encono, del esquinamiento con el que se puede -y no se debe- mirar al pasado. No es verdad que los españoles durante la transición hiciéramos un ejercicio de amnesia; nos hicimos una mutua amnistía. Con el tiempo, esta última debiera haber quedado ratificada como permanente actitud de fondo, lo que no quiere decir, por descontado, bobalicón hermanismo. La actitud esquinada, porque parece exigente y severa, aparte de que convierte a quien la practica en una especie de juez suplente en el valle de Josafat, siempre constituye una tentación. Sucede, sin embargo, que, si se parte de esa posición, el resultado es incidir en la trivialidad -por ejemplo, las mentirijillas que Tierno contaba de sí mismo, descubiertas por el indignado Alonso de los Ríos- o, lo que es peor, la pura descarga de adrenalina que puede echar a perder, desfigurándolo por completo, el retrato de una época o de unas personas (el caso de Gregorio Morán en su libro, sin duda bien trabajado, sobre Ortega). El ajuste de cuentas vitriólico con el pasado debe reservarse para casos excepcionales y momentos infrecuentes (por ejemplo, cuando Campmany se encocora en exceso). Con esa actitud no se llega a entender la complejidad del pasado, sino que se aprecia el esfuerzo por restituirlo como un deseo de rehabilitación; se pretende achacar a cada individuo la responsabilidad sobre consecuencias de sus actos que no pudo prever y se ignoran la fragilidad del ser humano y las circunstancias trágicas de un momento, por fortuna, remoto.

Quizá se inició el debate sobre el pasado con gotas de encono cuando hay otra receta para hacerlo. A Julián Marías lo leí hace tiempo respecto de una figura egregia de la intelectualidad española que, fuera cual fuera en el pasado su actitud política, sin duda España había sido mejor en su conjunto gracias a él. Sin ninguna devoción especial por Aranguren -aprecio en los intelectuales las líneas rectas más que las sinuosas-, me parece que esta sentencia también se le puede aplicar a él. No es iluso intentar un debate sobre el pasado, individual y colectivo; lo que importa es dar en la diana al hacerlo. Conviene, por razones de moral colectiva, que se lleve a cabo, pero con mayor voluntad de comprensión que de ajuste de cuentas.

Javier Tusell es historiador.

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