Coartadas ante el desafío de la pobreza
El paso del segundo al tercer milenio, ya próximo, debería movernos a todos a la reflexión sobre el sentido de la historia: analizar la situación, mirar en qué dirección queremos caminar y qué hacer. Esta era ya, para Ortega y Gasset, la cuestión de nuestro tiempo. Pero nos puede suceder, a quienes estamos instalados en la sociedad del bienestar, lo que en el País de las Maravillas le ocurriera a Alicia. En una encrucijada de caminos Alicia preguntó al Gato, "¿por dónde puedo salir?". "Eso depende", contestó el Gato, "de hacia dónde quieras ir". "Me da igual", replicó Alicia. "Entonces", añadió el Gato, "da igual el camino que tomes". Para que el paso de un milenio a otro sea un acontecimiento histórico, cargado, por tanto de sentido, hace falta una reflexión, personal y colectiva, sobre el hacia dónde y, por tanto, el por dónde, sobre la dirección que deben inspirar las opciones y los pasos a dar. En una palabra sobre qué hacer. Cuestión clave en nuestra reflexión -a la que nos sumamos con estas líneas- de la que dependerá la calidad ética de las determinaciones concretas personales y colectivas, ha de ser el quehacer para erradicar la pobreza. En el escenario mundial -queramos o no, seamos conscientes o no- todos somos actores, nadie puede abdicar de sus responsabilidades y obligaciones ante los demás. Una de las consecuencias y tal vez causas de este país de las maravillas que llamamos estado del bienestar, es haber generado, con la complicidad de todos, una cultura de los derechos más que de los deberes. Del Estado, los deberes; de la sociedad los derechos. Si ni nos atrevemos a esperar de Dios ni nos está bien culparle de los males del mundo ¿por qué no apelar a un dios hecho por nosotros que colme nuestros deseos y justifique nuestras omisiones? La tendencia a la pasividad se acentúa cuando el reconocimiento y garantía de los derechos de los otros exige responsabilidades y sacrificios. Por eso, contra corriente, es preciso fomentar en todos, adultos y jóvenes, el paso del individuo pasivo a la persona protagonista de su historia y de sus propias decisiones y compromisos. Es preciso superar la ignorancia interesada sobre los problemas de los demás y la pasividad política. Son dos posibles analgésicos para prevenirse del mal que padecen otros. Sólo así construiremos una sociedad, donde todas sus estructuras y organizaciones estén al servicio de la persona y donde cada uno de sus miembros seamos corresponsables y no meros beneficiarios y administrados. Ante el panorama de la pobreza en el mundo actual nadie puede quedar indiferente. Pero la conciencia y responsabilidades personales pueden quedar adormecidas por diversas coartadas, tanto más útiles cuanto más fundadas en razón. Así, tras el fracaso del comunismo en este mundo convertido en un gran mercado ¿cabe una tercera vía o alguna otra alternativa al capitalismo? Lo uno fue, lo otro está por ver: ¡hay lo que hay! ¿Será inevitable que haya siempre pobres en el mundo? Erradicar la pobreza ¿no será, como el de Sísifo, un empeño inútil? Así, además, en concreto ante la situación del Tercer Mundo, ¿para qué colaborar en campañas de emergencia y de ayuda humanitaria cuando nuestras empresas y gobiernos venden armas a los países en conflicto? ¡Y luego dan -parte de esos beneficios de una cultura de muerte- en ayuda humanitaria! ¿No es esto cinismo? ¿Cómo colaborar con semejante desvergüenza? ¿No puede la ayuda humanitaria de la sociedad civil a través de las ONG excusar de la obligación de contribuir al desarrollo sostenido de los países pobres y altamente endeudados y encubrir la corrupción de los responsables de la vida pública de estos países? ¿Son realmente No Gubernamentales unas organizaciones que dependen para subsistir de subvenciones públicas? ¿No están amordazadas? Colaborando ¿no contribuimos a ocultar la verdad de la injusticia con la caridad institucional? ¿No somos cómplices involuntarios de la corrupción política? Otras coartadas pueden excusar del imperativo moral de contribuir a la erradicación de la pobreza en las sociedades del bienestar. Podemos criticar la insuficiencia de los servicios asistenciales de las organizaciones socio-caritativas. ¿No amortiguan la conflictividad social -y, de paso, nuestras conciencias- y así aplazan la solución radical de la desigualdad y las injusticias sociales? Podemos, además, criticar a los responsables de la vida política el desmantelamiento del estado del bienestar. La transferencia a la sociedad civil de las responsabilidades públicas asumidas por la administración ¿no son un retroceso en el reconocimiento y garantía de los derechos sociales? Con la suma de compromisos personales contribuiremos a promover una cultura de la solidaridad que anime también a los responsables de las relaciones económicas y financieras generadoras de la desigualdad social y la pobreza a realizar los cambios necesarios y a los responsables de la vida política a tratar de garantizar los derechos sociales como derechos fundamentales. Así entre todos podrá haber un plan global, local e internacional, para erradicar la pobreza. Bien entendido que los primeros inspiradores de la cultura de la solidaridad y los principales protagonistas de todo plan en ella inspirada son los pobres de la tierra. Estos reconocimientos han de ser el punto de partida para poder llegar a superar plenamente la dependencia y la exclusión social. Sus derechos son nuestros deberes. Por eso "con la misma vehemencia con que reivindicamos los derechos, reivindiquemos también el deber de nuestros deberes. Tal vez así el mundo pueda ser un poco mejor" (José Saramago). ¿Tal vez? ¡Sin duda! Que el cambio de milenio supusiera una voluntad general de compromiso por la justicia social y la solidaridad universal sería dar al tiempo toda su dimensión ética. Y hemos de añadir, recordando que el Jubileo es la conmemoración del nacimiento de aquel que siendo Dios se hizo hombre y "siendo rico se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza" (2 Cor 8, 9). No hay otro camino: la pobreza moral de la sociedad del bienestar se redime por la solidaridad con los pobres y excluidos. Ellos nos enriquecen con su pobreza. Sebastián Alós Latorre es delegado episcopal de Cáritas Diocesana.
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