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La cultura de la paz, ayer, hoy y mañana

Muchos gestores de la política internacional y millones de ciudadanos yacemos en un mortífero calabozo, "prisioneros de la lógica de la guerra", como analiza Vicenç Fisas (EL PAÍS, 19 de agosto). Urge salir de esa cárcel. A ello nos ayudará rememorar el valor humano básico de la paz, a partir de sus antecedentes grecorromanos, y a los actuales documentos de la Organización de las Naciones Unidas, la Unesco y el Consejo de Europa. La paz nace y crece entre las leyes y las sentencias justas, nunca entre las armas asesinas. Es la armonía que se está buscando. Se trata de una realidad virtual, no de algo ya hecho, sino de algo que se está transformando en continua evolución; mejor dicho, en continua creación. Podemos percibir la paz como un río que proviene de varios afluentes, sobre todo de tres: el griego, el romano y el cristiano.

Los helenos encuentran la posibilidad existencial de la eirene vinculada a la compensación de derechos y a la legislación-justicia del bienestar social dentro de cada ciudad. También está íntimamente unida a la mano equitativa de los dioses, que, al fin y al cabo, regalan y aseguran toda bonanza.

Algunos romanos, en cambio, entendían la pax principalmente como una previsión militar: "Si quieres la paz, prepara la guerra". Otros hijos de Rómulo y Remo, menos belicosos, más partenarios, más pacificadores, lo cantan en la la Eneida: "Tu regere imperio populos, romane, memento" ("Tú, romano, pacificas los pueblos con tus leyes y tus magistrados").

A partir de estas dos tradiciones, recogidas y reelaboradas por los canonistas y los teólogos, se configura la paz de la cristiandad. Es decir, la ciencia del derecho, la dinámica responsabilidad moral y el arte que concluyen en una cosmovisión armónica fomentadora de la empatía e igualdad fraterna. Esta concepción virtual de la paz encuentra plasmación más actualizada en algunos documentos supranacionales.

Del reciente proyecto de declaración de la Unesco sobre el derecho del hombre a la paz, elaborado en Oslo, merece subrayarse aquí su amplio contenido en el ámbito internacional: la seguridad mundial, la ausencia de guerras y el mantenimiento de relaciones amistosas entre los Estados; no se trata de la pax romana pactada, sino de "un espíritu de buena vecindad". "Es un derecho del hombre y un deber" de contribuir a la convivencia armónica entre todos los habitantes del planeta. Si vivimos en la aldea global, conviene subrayar "la dimensión humana" de la paz y su "carácter universal", no propio ni exclusivo de ésta o aquella cultura o religión, sino inherente a la dignidad de toda persona.

Es intrínsecamente incompatible con cualquier conflicto armado, con el terrorismo y con la violencia bajo todas sus formas y cualquiera que sea su origen. De aquí cabe deducir conclusiones imponentes y gratificantes, pero olvidadas por muchos gobernantes, financieros, intelectuales y religiosos fanáticos de acá y acullá.

La declaración de la Unesco actualiza el preámbulo de la Carta de las Naciones Unidas: "Los pueblos están resueltos a practicar la tolerancia, a vivir en paz los unos con los otros", y su petición de los esfuerzos solidarios de todos: Estados, organizaciones supranacionales, gubernamentales y no gubernamentales, individuos y entidades públicas y privadas. (Destaquemos, entre paréntesis, la labor llevada a cabo por Justicia y Paz en toda España, menos en Guipúzcoa).

En cuanto al Consejo de Europa (y desde la sociología evolutiva), merecen transcribirse unas líneas de su último convenio, sobre reconocimiento de cualificaciones relativas a la educación superior en la región europea, que destaca dos aspectos básicos en la cultura de la paz: la educación y la fuerza creadora, ínsita en la persona y en la sociedad.

Leemos: "Las partes en el presente convenio... consideran que la educación superior debe desempeñar una función fundamental en la promoción de la paz, el entendimiento mutuo y la tolerancia, y en la creación de la confianza mutua entre los pueblos y las naciones...".

Con excesiva frecuencia nuestros subsistemas económicos, pedagógicos y sociales no avanzan en este camino de la paz; lo manifiesta el hecho de que muchos años, aunque se convoca, no se concede el Premio Nobel de la Paz: 1914, 1915, 1916, 1918, 1923, 1924, 1928, 1932, 1939 (entre 1940 y 1942, el Parlamento sueco no lo convocó), 1943, 1948, 1955, 1956, 1966, 1967, 1972. También lo patentiza la economía mundial, que dedica más de 350.000 millones de dólares anuales al mantenimiento del militarismo y la producción de armas, mientras que la Unesco no llega a cuatro millones anuales para la cultura de la paz. Como aseveró el secretario general de las Naciones Unidas, Javier Pérez de Cuéllar: "La humanidad se encuentra en una encrucijada. El camino del futuro está abierto a una disyuntiva que hemos de escoger: un camino conduce a la paz, y otro, a la autodestrucción".

Conscientes de que la nación no pacífica se autodestruye, la familia no pacífica se autodestruye, la persona no pacífica se autodestruye, esperamos que el mundo evolucione creativamente de la cultura de la imposición y la fuerza hacia la del diálogo y la razón. Tal transformación está resumida en el concepto de cultura "hacedora" de la paz, lo que en inglés se llama peacemaking, peacebuilding, por oposición al simple apaciguamiento, el peacekeeping.

Otra observación semántica: en alemán, die stille significa la paz, la calma; el villancico Stille Nacht, Noche de paz; der Stille ozean, el océano Pacífico; el verbo stillen, amamantar, quitar el hambre, empatizar. Por tanto, la paz abraza en diálogo silencioso: así, alimenta, crea, da vida y la trasciende de sentido.

Actualmente, Kosovo, Colombia, Irlanda, el País Vasco, España y el mundo entero necesitan rebasar las barreras comunicacionales que nos impiden ver y acercanos al otro, necesitan cultivar más intensamente la ciencia y el arte de pacificar, concienciar a cada ciudadano de su protagonismo en este campo.

Cada jurista, cada universidad, cada institución pública y privada, debe preguntarse qué hacemos para que las erignias vindicativas cedan su sitial a las euménides conciliadoras; para que desaparezca la macrovictimación, el paro, la drogadicción, la distancia entre los países desarrollados y en desarrollo; para acercarnos a los marginados y discrepantes; para mermar las diferencias sociales y para lograr mayor igualdad socioeconómica (artículo 9.2 de nuestra Constitución).

Hoy, todos tenemos como misión primordial contribuir a una bella tarea cotidiana familiar local, nacional y universal: la cultura de la paz. No basta ser pacíficos, ni pacifistas: hemos nacido para ser pacificadores.

Antonio Beristáin, S. J., es director del Instituto Vasco de Criminología de San Sebastián.

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