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Sobornos

Enrique Gil Calvo

El curso político que ahora comienza nace marcado por dos taras congénitas, estrechamente vinculadas entre sí. La primera es su predestinación electoral, pues se inaugura con los comicios que han de renovar el Parlament de Cataluña y debe proseguir y terminar con los agotamientos de las legislaturas andaluza y española, que exigirán convocatorias para las nuevas Cámaras legislativas de Sevilla y Madrid. Esto hará que nuestra clase política ingrese en un estado de extrema agresividad, pasando a exhibir con notorias excepciones (es el caso de Maragall) sus peores síntomas de sectarismo, demagogia populista y cínica falsificación de la realidad. Y la otra malformación es la pesada herencia recibida de este bochornoso verano político, cuyo indigno clima moral amenaza con contaminar toda la agenda pública de debate.Resumiré en muy pocos puntos los grandes temas que han enviciado este vidrioso verano. En la cuenca del Gobierno hay que apuntar el cierre patronal de La Radio de Julia (emulando así el cierre de La Clave de Balbín por un Gobierno de González), la clandestina exculpación del corrupto caso del lino, las maniobras en la oscuridad judicial del caso Pinochet y, por último, la entrada al trapo en la guerra de las pensiones, a la que enseguida volveré. Pero por si los desmanes del régimen de Aznar fueran pocos, también hemos debido soportar otras actuaciones no menos cínicas e indignantes.

El mal menor, que aún tiene remedio si el PNV rectifica como parece su equivocada apuesta por Lizarra, ha sido la ruptura unilateral de las negociaciones de paz por parte de ETA y HB, bloqueadas por serias divisiones internas. En cambio, el peor de los males ha sido el súbito agravamiento del síndrome Gil, que desde sus bases en torno al Estrecho amenaza con extender su metástasis por toda la política española. Y la prueba más peligrosa de su virulento poder de infección es que ha logrado contagiar a todos los partidos políticos españoles, como desmuestra el caso de la guerra de las pensiones.

Abro aquí un paréntesis técnico para despejar malentendidos. Excluyo discutir el error de Pujol al territorializar la inflación, indigno de un político que contribuyó a crear el euro, lo que implica dos lógicas contradictorias entre sí. Y excluyo también la dimensión demográfica, que convierte en irresponsable todo el debate actual. Por eso, me centraré sólo en el derecho a pujar al alza de las pensiones asistenciales. Es verdad que el problema es en parte semántico, pues aunque a todas se las llame pensiones, nada tiene que ver las contributivas, financiadas con cargo a la caja única de la Seguridad Social, con las no contributivas, que sólo deben financiarse con cargo a presupuestos aprobados en sede parlamentaria no necesariamente estatal.

Pero la diferencia entre ambos tipos de prestaciones va mucho más allá, pues también es de naturaleza jurídico-política. En efecto, las pensiones contributivas son un derecho individual, producto de una relación bilateral entre cada cotizante y la Seguridad Social. En cambio, las no contributivas son un derecho social, producto de una elección pública de carácter multilateral, que sólo puede decidir con carácter finalista el órgano legislativo, y no puede ser graciablemente arbitrado por la política asistencial del poder ejecutivo. Por eso me parece que ese órgano legislativo debiera ser soberano en vez de territorial, pues si no se vulneraría la igualdad de todos los españoles en materia de protección pública de sus derechos sociales.

En suma, la cuestión a debatir son los derechos sociales. En cambio, nuestros políticos están reduciendo el problema a una cuestión de intereses: los intereses de sus electores, de los que dependen sus propios intereses electorales. Y eso es incurrir en el síndrome Gil, ofreciendo sobornos a los votantes para tratarlos como a menesterosos rapaces, y hacerlo además por pura rapacidad electoralista. Pero confundir los derechos de los ciudadanos con los sobornos a los votantes es corromper la lógica democrática. Y eso se paga antes o después.

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