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Cultura y amnesia

PEDRO UGARTE Hay que saludar el coraje con que recientemente el secretario de Estado de Cultura, Miguel Ángel Cortés, admitía el escaso eco que ha tenido el IV Centenario de Velázquez. No es muy corriente que un político reconozca errores de semejante calado (sobre todo cuando éstos merodean su ámbito de competencia) y menos aún que vengan envueltos en interesantes reflexiones acerca del estado de la cultura en nuestro tiempo. El secretario de Estado se ha permitido glosar verdades como puños: la escasa calidad del sistema educativo, el desolador olvido de la mitología clásica o de la historia sagrada, la certidumbre de que muy pocos universitarios (¿por qué no subiría un poco más la edad para aludir a licenciados?) serían capaces de situar Breda en un mapa e imaginar siquiera dónde emplazó Velázquez la acción del cuadro de Las Lanzas. Si para otras disciplinas humanísticas (la historia, la literatura) aún hay una remota esperanza, el olvido de la cultura clásica o de la propia tradición cristiana resultan ya irreparables. La conclusión, por más que se trate sólo de una de tantas consecuencias de esa amnesia colectiva, es que el grueso de las artes plásticas anterior a los últimos cien años resulta para la mayoría de la población incomprensible, un auténtico jeroglífico donde, en efecto, se identifican figuras, pero no se puede interpretar qué es lo que hacen. La ruina de la cultura clásica ha venido paralela a la de los estudios de las lenguas griega y latina. Pero el caso de la historia sagrada es aún peor: se la ha atacado por dos frentes. Un laicismo estúpidamente iconoclasta ha privado a las últimas generaciones de esa vasta corriente cultural que nos pertenece por derecho, tradición y patrimonio, y al mismo tiempo un cristianismo ramplón y seudoprogresista pensaba que hacía un favor a la religión apartándola de esa misma herencia. La conclusión es que, si casi nadie tiene muy claro por dónde queda Breda, describir qué fue el Éxodo también pondría al personal en francos aprietos. Vivimos en una sociedad apremiante e inmediata, donde todo invita al olvido. Esa vasta cultura que ha gestado nuestra civilización a lo largo de los siglos se presume inútil para la vida práctica. Habría que precisar, primero, qué es una vida práctica, pero preguntas de ese tipo nos llevarían demasiado lejos, quizá a dinamitar de una vez por todas los grandes almacenes y las grandes superficies, que están haciendo de los ciudadanos de los países desarrollados unos auténticos idiotas. Así que vengamos a lo de ayer, que también es olvidado como aquello. Hace pocas semanas Bilbao ha conmemorado (es un decir) el vigésimo aniversario de la muerte de Blas de Otero. Una ciudad que presume de su resurgir cultural, una ciudad donde las grandes empresas pierden el trasero por sumarse a distintos mecenazgos, una ciudad donde los ciudadanos se parten la cara por entrar en el exquisito club de Amigos del Guggenheim, olvida a un poeta bilbaíno que representa, sin paliativos, una de las más altas cimas de la poesía en castellano de este siglo. Al margen de contados homenajes verbales, como el tributado por el alcalde Azkuna en las fiestas de la Aste Nagusia, el mutismo institucional ha sido absoluto, y los escasos actos celebrados (cuya falta de repercusión se han apresurado a lamentar sus propios organizadores) se han realizado sin la más mínima publicidad. Habría que recordar, a este respecto, que si la historia sagrada no puede conocerse por ciencia infusa, lo mismo pasa con los actos públicos convocados sin difusión alguna. Una vez más las responsabilidades parecen bastante compartidas. Ignoro qué dirán los folletos turísticos de Bilbao sobre Blas de Otero, pero me temo lo peor. Y sin embargo, muy pronto habrá tortas y bofetadas a las afueras del Palacio Euskalduna para conseguir entradas de ópera y poder lucir elegantes modelos de noche. Mucha ópera para una ciudad de opereta.

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