Que venga Herodes
Un amigo mío tiene franco pavor a la infancia, pero, menos convencional de lo que solemos ser la mayoría de las personas, en vez de parapetarse en expresiones políticamente correctas como "monín", "ricura", "salao" y otras, cada vez que se enfrenta a sus sobrinos exclama angustiado: "¡Que venga Herodes!". Los adultos suelen torcer hipócritamente el ceño cuando le oyen decir tamaña inconveniencia. Los aludidos, en cambio, ni se enteran. Están demasiado ocupados en atormentar al perro o en derramar la mermelada por el suelo para dejar un rastro que puedan seguir los colegas exploradores o en atracarse de helado con ketchup o en golpear furiosamente la puerta con un martillo. Mi amigo, cuando asiste a estas escenas inenarrables, que en la infancia no dejan de ser el pan de cada día, se bate prudentemente en retirada y, si no lo consigue, intenta al menos parapetarse discretamente tras el periódico con el ánimo -bastante infundado- de tratar de pasar desapercibido. Sin embargo, ahora que las vacaciones escolares tocan a su fin, bueno será que los padres y las madres hagamos examen de conciencia y reconozcamos la de veces que este verano hemos soñado con la llegada de Herodes. Pues bien, ya está aquí: disfrazado de lo que ahora se llama "un enseñante", los profesores y las profesoras de la ESO se disponen a hacerse cargo de las fierecillas y a aliviar a sus progenitores durante ocho horas al día -¡ocho!- del insufrible tormento que no podía soportar mi amigo. Tampoco ellos, la verdad. Todo lo dan por bien empleado: que vuelva a sonar el despertador por la mañana, que la ciudad sea un caos circulatorio, que la cuenta corriente se nos quede en números rojos a base de libros, material escolar y un misterioso capítulo -que nunca falta- apellidado "actividades complementarias" o algo por el estilo. La vida ha cambiado mucho, ahora los dos cónyuges suelen trabajar (ellas siguen discriminadas y mal pagadas, pero esta es otra historia), así que el país se paralizaría por completo si no existiesen esos benefactores de la Humanidad que solemos llamar profesores. De Primaria o de Secundaria, pero también de Bachillerato: bregar con los adolescentes tampoco es moco de pavo. Una huelga de Renfe o de Correos afecta seriamente a la vida social, una huelga de Iberia se sobrelleva mejor (parece su estado natural, al fin y al cabo), pero una huelga de docentes es simplemente la debacle. La mera idea de tener a la chiquillada en casa otra vez hace palidecer a los padres. Para más inri, la generación sacrificada de abuelos dispuestos a atenderles empieza a retirarse y los nuevos no parecen estar por la labor. Todas las profesiones conllevan problemas y algunas resultan francamente peligrosas: la de maestro es de alto riesgo. Lo sorprendente es que, pese a la trascendencia social de esta profesión, no suele gozar de buena prensa. Se ve que Herodes está condenado a ser el malo de la película. Los padres nos indignamos con el calendario laboral de los profesores, afirmamos que tienen muchas vacaciones y que es un escándalo que, aparte de puentes y fines de semana, libren todo el verano, las Navidades y la Pascua. Pero se nos ve demasiado el plumero. Nadie se escandaliza por el horario de los futbolistas, por el de los músicos o por el de los segadores. El único que nos molesta es el de los profesores, porque lo padecemos en carne propia: cada vez que ellos hacen fiesta, nosotros nos pringamos. Es la lucha por la vida, así de simple: como en la naturaleza, o se es depredador o se es víctima. Que ellos nos aguanten a los críos durante nueve meses y nosotros -que al fin y al cabo los trajimos al mundo- durante tres tan sólo, parece ser lo de menos. Tampoco nos importa que el colectivo de docentes de Primaria y Secundaria registre un índice de depresiones y de jubilaciones anticipadas más alto que cualquier otra profesión: por algo será. Pero lo que aún se entiende menos es que este grupo de personas no sea mimado por su propio patrón. Uno esperaría que los sueldos de estos profesores fuesen dignos, que sus condiciones laborales fuesen satisfactorias, que sus reivindicaciones se atendiesen de inmediato. Pues bien, sucede todo lo contrario. Los docentes de dichos niveles cobran en la Comunidad Valenciana un 25% menos que, por ejemplo, en Navarra. En esta misma Comunidad Valenciana no se convocan oposiciones hace varios años, así que los licenciados valencianos tienen que presentarse a los concursos de las comunidades limítrofes, fundamentalmente a los de Cataluña, Baleares y Aragón: es la Reconquista al revés. Por si fuera poco, los interinos y los profesores funcionarios sin destino fijo deben asistir anualmente a un angustioso sorteo que les obliga a encontrar piso cada año en una localidad diferente, a estar siempre de viaje y a dejar a sus hijos en manos de canguros de ocasión. Por lo visto, lo que resulta intolerable para los padres de los niños, no lo es para los profesores cuando, además, también son padres. No se trata de culpar tan sólo a este gobierno, al anterior, o al que le precedió. El mal trato dispensado a los "enseñantes" -vaya palabreja: es que ni en eso les respetan- viene de lejos y lo han practicado administraciones de color político muy variado, porque el problema está en la sociedad. Dicen que a los valencianos nos gustan los niños: será por aquello de la falla infantil, porque lo que es por otra cosa. Pero no se preocupen. El día 8 de septiembre empieza el curso. Herodes se encuentra a la vuelta de la esquina. Como Papá Noel. Todo va bien.).
Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia (angel.lopez@uv.es
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