La montaña mágica
JAVIER MINA Por fortuna las cosas están cambiando. Con lo que hemos sido para el monte resulta que se había venido convirtiendo en un coto para el récord o para Juanito Oyarzabal y los Iñurrategi, que viene a ser lo mismo. Si no contábamos los ochomiles a pares parecía que nos habíamos caído del candelero, pero ya digo, todo esto ha cambiado. Lo que más duele es que nos haya tenido que enseñar el camino alguien de fuera, porque nada puede haber más doloroso para el montañero que admitir su extravío ante un alienígena. Cuando Pujol ascendió a la cumbre más alta de Catalunya -¿o era de Espanya?- y empuñó en plan Moisés el telefonino para proferir aquellas auténticas tablas de la ley que cayeron disolviendo a diestro y siniestro estaba inaugurando una era. Y cómo, porque luego prometió a sus fieles que antes de que se dieran cuenta Espanya entera -¿o sería Catalunya?- podría hallarse en el Montblanc, con lo que la montaña le sería devuelta al ciudadano de a pie, en este caso de a bota o calzado adecuado. Por eso no tiene nada de extraño que quienes se echaron al monte en su día y en su aquí se pusieran un tanto nerviosos y se subieran a la cumbre más autóctona para blandir el cuerno en plan Roldán -el de Roncesvalles, no el chorizo-, bramando que hay peligro de que se les pudra la travesía o las provisiones, no sé; sólo sé que, lejos de resultar amenazador, resultaba patético. Porque sonaba a reconocer que habían tirado 30 años por la ventana sin haber conseguido siquiera aproximarse al campo base. El presidente de un club de montaña muy popular por estos pagos reconoció, poco antes de que el cuerno sonara con más fuerza, que los socios por él administrados andaban con michelines y tenían poca gana de ir al gimnasio. Más vale que ante el turutazo final han sacado fuerzas de flaqueza y reunido la cintura necesaria para descalificar y repeler a quienes se les querían apuntar de guías por la fuerza, en una reacción que no puede sino merecer el aplauso de quienes amamos la montaña pero también el senderismo, aunque sobre todo la libertad que proporcionan los grandes espacios. Circunspectos, por contra, se han mostrado los sherpas del proceso, quienes se han limitado a señalar con campechanería montañera que las críticas hay que recibirlas con deportividad. Además han auspiciado que el 2000 -el año, no el Orhi- podría resultar mágico; supongo que para escalar la Montaña Sagrada, con lo que, además de dar muestras de su nunca disimulado milenarismo y de creer que todo el monte es orégano, no han hecho sino mear fuera del tiesto. Pues el comunicado de los supermontaraces, por encima de prodigar regañinas a los caminantes más tibios, denota un acusado pesimismo sobre el futuro de la expedición. Pero si hubieran descendido en rappel hasta el fondo de la cuestión tendrían que haber aceptado que Estella y Lizarra sólo llevan al Xacobeo y, claro, a esa montaña no va ni Mahoma. En la novela que da el título a esta parábola alpina, Thomas Mann incluye una escena capital, la de la tempestad de nieve. Como recordarán, el joven Hans Castorp asciende a un sanatorio situado en la montaña para visitar a su primo, solo que le detectan la enfermedad y ha de someterse a una cura prolongada. El sanatorio le enseña la vida y la muerte, le cambia pero a riesgo de no regresar jamás, de verse atrapado por la nada en las sábanas del lecho de enfermo. Confrontado a una tempestad de nieve en plena montaña, es decir, a una sábana mortal, deberá mostrar su capacidad para sobrevivir en el entendimiento de que si sobrevive a la nieve sobrevivirá a la tuberculosis. Poco antes de la ventisca, el joven Castorp se exalta así: "Mientras su mirada chocaba por todas partes contra el vacío blanco que le cegaba, sintió cómo, agitado por la subida, latía su corazón y se sintió poseído de una especie de emoción, de una simpatía simple y ferviente hacia su corazón, el corazón del hombre que late tan solitario en esas alturas, en el vacío, con sus preguntas y sus enigmas". Corazones y alturas hay, lo importante es que no nos falte el oxígeno. Ni las brújulas más abiertas.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.