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Global,global

LUIS DANIEL IZPIZUA De nuevo con ustedes, después de haber practicado la concupiscencia de los ojos que diría Agustín. No, no se confundan; no tiene nada que ver con el sexo, sino con la curiosidad. No he estado en Tailandia, ni el el Caribe. He estado en casa, en Europa. Y no sé qué decirles, salvo que he debido de estar muy bien porque me he olvidado del mundo. No me he enterado ni de lo del terremoto de Turquía. Ya ven, nada de periódicos, nada de tivi, nada de nada. Europa es tan antigua que uno puede muy bien optar por pasearse por el siglo XV, y en esa época les llegaban las noticias como a mí, con retraso. Por supuesto, tampoco supe nada de lo de aquí. Y al volver, sufrí una especie de vahído cronológico porque no sabía muy bien si regresaba de las vacaciones de este año o de las de hace diez. Es lo bueno que tiene esto, que uno puede pasarse por ahí toda una vida sin necesidad de informarse de nada para estar al día. Es también lo malo, por otra parte, porque en este pantano temporis a uno le da la impresión de que sus vacaciones no han existido, no han sido reales, de que han sido soñadas: la misma cara y las mismas palabras que lo despidieron son las que lo reciben, y eso es un horror. Y así, año tras año. Miserias derivadas de vivir en un país "imaginativo". Me entero de lo de los giraldillas y me parece un ejemplo estupendo de la realidad de la cosa: damos vueltas y más vueltas a nuestro ombligo para conseguir que acabe viéndose en América. Una prueba de que las diferencias sólo tienen sentido si entran en el canon de la globalidad, en el gran bazar de las identidades consumibles. De ahí que el contraste entre global y local me parezca falaz. Lo segundo es la gran coartada de lo primero, su necesidad ineludible. Y ambos se construyen al margen de lo universal. Lo digo porque vengo de vivirlo en mis carnes. La turmix global es una picadora de tipismo y vulgaridad que acaba haciendo trizas todo lo que pilla. Todo termina valiendo exactamente lo mismo, pero para ser global hay que marcar la diferencia: en caso contrario, se queda uno fuera del circuito. El conflicto vasco culmina en unos giraldillas con carteles en inglés reclamando su derecho a ser vistos. Es una forma de llamar a las puertas de la existencia global menos cruenta que la que veníamos utilizando hasta ahora. Pero su propia inanidad da buena cuenta de la monstruosidad que la ha precedido. Me entero también del acto de inauguración del Kursaal y de los memorables discursos que lo jalonaron. Del discurso inapropiado y repe del lehendakari, que lleva ya una temporada machacando lo mismo, y de ese retorno de la salzburguitis, que me parece otro buen síntoma. Sólo he estado una vez en mi vida en Salzburgo, hace ya años, y me pareció una ciudad muerta dominada por un cadáver. El cadáver además no estaba enterrado allí, y expiaban la incuria resucitándolo y enterrándolo todos los años. Mozart estaba omnipresente: se lo adoraba, contemplaba, sobaba, comía. Era el emblema necesario para entrar en el gran circuito que todo lo engulle. Cuando en otra ocasión y en otro país, presencié, entre miles de turistas tan bobalicones como yo, un cambio de guardia en Buckingham Palace con música de Mozart, concluí que éste formaba también parte de ese gran lienzo kitsch que alienta las ilusiones de la sociedad global. Mozart, el Y viva España, Vivaldi o los juegos de los Highlands, son equivalentes en esa pasta espiritual trashumante que otorga certificados de asistencia antes de que regresemos al hastío. También Salzburgo, sólo que esta ciudad es su versión luxury. Bien, eso es lo que hay; y me parece estupendo que queramos formar parte de lo que hay, en lugar de pensar que nosotros como pueblo vayamos a salvar el mundo. No confío nada en los pueblos, y lo único que espero de ellos es que acaben todos aprendiendo inglés y trazándose un disfraz que los haga interesantes: consumibles. Ah, pero no puedo evitar que no me guste lo que hay. Y creo que la alternativa no es local; ni tampoco global. Puedo llamarla universal. Y sospecho que para alcanzarla ni siquiera es preciso salir de casa. Goethe, por ejemplo. Un célebre viaje por Italia en su segundo intento -en el primero, algo mental le impidió atravesar los Alpes- y se acabó. El resto de su vida lo pasó en un poblacho de Alemania. Y allí dejó de ser alemán.

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