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Hacer bolos

PEDRO UGARTE El verano es tiempo de descanso, pero hay un gremio que se lo suda, y no precisamente debido a las altas temperaturas: éstos son los artistas. En verano los artistas están que no paran: los músicos trabajan al aire libre, al aire libre evolucionan actores y bailarines. Sólo los escritores (como ha sido siempre su costumbre) siguen trabajando a cubierto, pero no por ello dejan de sudar, de sudar la camiseta, la camiseta de su equipo, que no es otra que la de la editorial donde publican. A medida que el que escribe se introduce más en el negocio de sus amores, la sensación de que el verano es una punta laboral parece incontestable. De hecho, la literatura (que entre todas las artes cuenta con la desventaja de su escasa performance) apura algo en verano sus posibilidades escénicas, visuales, y muestra a los escritores, como circunspectos payasos de feria, en conferencias, mesas redondas y encuentros literarios. Algunos de ellos también conciertan recitales. Los más asoman por las universidades de verano. Contratan cuentos para suplementos estivales o redactan cuadros de costumbres acerca de las fiestas populares. A todo esto, en el gremio literario, se le llama "hacer bolos". Hacer bolos supone, en los estratos más altos del negocio, ir mostrando cierto ingenio en todas partes, frecuentar hoteles, restaurantes y universidades con todos los gastos pagados, y recibir al final de cada una de esas excursiones un talón suplementario. El verano es un momento excelente para hacer bolos, como lo es también para las colaboraciones periodísticas de carácter extraordinario. Los escritores nunca están en plantilla, de modo que en verano no cobran pagas extra, pero al menos tienen el consuelo de hacer trabajos extra, lo cual, si bien se mira, es un modo de aumentar su productividad, quizás bastante más dudosa durante el resto del año. Muchos afamados novelistas, por ejemplo, hubieran abandonado hace tiempo el relato breve si no fuera porque en verano los periódicos les piden a gritos unas cuartillas, y ellos deben escribirlas. En pocos años, incluso, editan en volumen esos cuentos que escribieron, verano tras verano, a toda prisa, entre los apremios telefónicos de redacción. Si algo distingue a los verdaderos narradores breves de los novelistas es precisamente eso: todos escriben relatos, pero los segundos sólo los hacen ya de encargo. A finales de la pasada primavera tuve oportunidad de compartir mesa y mantel con uno de los escritores españoles cuyo nombre más suena últimamente en el concierto literario. Exhausto, completaba por entonces los últimos compromisos de una gira promocional que había absorbido todas sus energías durante los últimos meses. Yo no lo había visto desde hacía dos años y lo noté algo enflaquecido. Su sonrisa, ante los flases de los fotógrafos, era débil y monótona. Me contó las ganas que tenía de ponerse a escribir en serio, pero debía posponer el proyecto aún algunos meses: ahora se cernía sobre él, como una amenaza, el verano en ciernes. Le esperaban conferencias, charlas y charletas, le esperaban artículos y apresurados relatos que escribir, le esperaban multitud de invitaciones a distintos eventos que debía enriquecer con su presencia. De nada valía que yo apuntara cómo todo aquello era el certificado de un éxito resonante: "Ugarte, maldita sea, lo que yo quiero es escribir". Cuando un cantante hace una gira está cumpliendo con su trabajo. Cuando la hace un escritor está perdiendo el tiempo, por muy bien que le paguen. Hacer bolos puede ser muy rentable, pero no es al final una actividad menos laboral, menos gravosa, que cualquier otro oficio. Nada de lo que se paga con dinero, por desgracia, suele merecer la pena, como bien saben los cuerpos que ahora mismo están tendidos en todas las playas del planeta, sin hacer bolos, sin hacer nada.

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