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Cuento de verano

Gustavo Martín Garzo

A Ángeles Caso y a los amigos de Greenpeace"En algún lugar bajo las losas que hoy cubren el suelo del patio tiene que estar inscrita la fecha, pues recuerdo haber visto a Juvencio anotarla sobre el cemento fresco y poner al lado su nombre de guerra, El Pirelli". Fue cuando mi padre mandó hacer el pozo negro de la casa y a su lado pusimos la morera. Debió de hacerse más o menos a la vez, y aunque es previsible que mi padre aprovechara que allí estaban los albañiles para pedirles que excavaran el agujero en el que habríamos de plantarla, yo le recuerdo removiendo la tierra con el azadón, una imagen más bien insólita, pues creo que pocas veces en mi vida le vi desarrollar algún tipo de actividad física, salvo la que tenía que ver con el pararrayos, y que luego explicaré.

Sin embargo, esa tarde le recuerdo ante la pequeña morera, empuñando el azadón, sin duda para terminar de apelmazar la tierra removida. Yo debía de tener unos 8 años y nos acompañaba uno de mis hermanos, aunque no pueda precisar cuál. Plantamos la morera y nos quedamos mirándola con complacencia. Era una morera llorona, una clase de árbol que apenas se conocía por la zona. En ese tiempo, la obsesión de mi padre eran los árboles. Había empezado la construcción de una granja avícola en una de las eras, y su primera medida, antes de construir los gallineros o la piscina en cuyas aguas habríamos de combatir los largos días de intenso calor, fue llenarla de árboles. En el espacio reservado para la piscina, sauces y acacias; en el resto de la era, y aislando la piscina y la zona de esparcimiento de los ruidosos y sofocantes gallineros, árboles frutales: membrillos, avellanas, manzanos, perales, albaricoqueros y melocotoneros, pues los nogales y acerolos, que sí llegó a plantar, no terminaron de lograrse. Los árboles constituyeron a lo largo de toda su vida una de sus pasiones más sostenidas y silenciosas, y solía decirnos que a aquella tierra le faltaban los árboles. Los regaba sirviéndose de una larga goma, y sobre todo les miraba interminablemente, apreciando sus cambios, sustituyendo los que no llegaban a arraigar por individuos y especies nuevas. Llegó a hacer de aquella pequeña granja, que como negocio fue siempre un desastre, un fresco y umbrío jardín, aunque esto también llegara a ocasionar problemas, pues los árboles, plantados en gran profusión alrededor de la piscina, terminaron por dañarla con sus raíces y hubo que tomar la drástica medida de cortar algunos. Sus preferidos eran los sauces. Desmentían la dureza de aquel pueblo árido, situado en plena estepa castellana, en el que había nacido y en el que su padre había sido farmacéutico. No era una tierra propicia a los árboles. Es más, y salvo unos pocos almendros que solían hacer de linde entre las tierras, algunos chopos, olmos y arbustos silvestres en las orillas del río y el canal, y las encinas y carrascales del monte, la tierra se veía siempre rasurada y baldía, pues la obsesión del campesino era verla sin tacha, dispuesta para el arado y la cosecha del cereal. Y el árbol, frente a estas tareas, no era una criatura a la que adorar o cuidar, sino apenas un estorbo que más valía abatir cuanto antes.

La casa del pueblo se prolongaba en dependencias diversas, con varios patios unidos, y allí, a diferencia de la granja, no había árboles, porque habrían entorpecido las maniobras de las caballerías y de la maquinaria agrícola. Sólo aquella morera, situada en el patio pequeño. Una morera que, sin duda, beneficiándose de la proximidad del pozo negro, enseguida creció vigorosa y valiente. Muy pronto nos ofreció sus primeras moras. No tenían el sabor de las moras de las zarzas, pero nosotros las comíamos con suma delectación, porque aquella morera era sólo para nosotros. Las ramas caían regularmente formando una cúpula de un verdor luminoso que recordaba una casa, una casa flotante a la que, sin embargo, no cabía encaramarse, dado que las ramas salían radiales del punto más alto, y el tronco, recto y sin nudos, impedía escalar por él.

Muy cerca, en una de las esquinas del patio, estaba el pozo del pararrayos. Mi padre había mandado poner en la casa aquel pararrayos, pues tenía pavor a las tormentas. Cuando el tiempo amenazaba nublado, iba al pozo y con un caldero llenaba el pequeño pozo donde el rayo, conducido por el cable, se supone que tendría que morir. Es a esa actividad física a la que antes me referí. Es más, sobre todo cuando éramos pequeños, tenía que llevarla a cabo solo, sin ayuda de nadie, impidiéndonos que permaneciéramos a su lado durante su desarrollo, como si quisiera evitarnos unos riesgos impredecibles que sólo él, como padre, debía asumir. El último caldero de agua, cumplido el rito de llenado del pozo, era siempre para la morera. Luego encendía un pitillo y se quedaba mirándola, como diciendo: "Bueno, ya no nos puede pasar nada malo".

Pero aquella morera también era la encargada de suministrarnos las hojas con que alimentábamos los gusanos de seda. Se abalanzaban sobre ellas como un ejército somnoliento y en poco tiempo las hacían desaparecer. Crecían día a día hasta que, gordos como nuestros dedos, se detenían en los rincones o en los bordes de la caja y empezaban a tejer sus capullos, con los que iban envolviendo sus cuerpos hasta hacerlos desaparecer. Seguía luego un tiempo de esplendorosa quietud, que era el tiempo en que los ovillos relucían con sus mejores galas, como si fueran las hojas de la morera las que hubieran revelado a los gusanos el secreto de la destilación de la luz dorada del sol. Pero luego -¡ay!, luego- salían aquellas mariposas cansinas, cenicientas, que aleteaban torpemente por la caja de zapatos, llenándola de regueros de diminutos huevos, para morir enseguida junto a los ovillos vacíos. Era todo lo que quedaba, y recuerdo que al contemplar aquel mundo de tristes despojos me prometía no guardar los huevos hasta el año siguiente ni volver a criar los gusanos, porque me daban pena los cuerpos vencidos de las feas mariposas y aquel rastro de ovillos delicados con los que no sabíamos qué hacer, como si nuestro destino en la vida fuera a ser ése, estar cerca de lo valioso y no saber utilizarlo ni defenderlo. Creo que en tales instantes llegaba a odiar la morera. Que estuviera allí, que nos diera sus hojas para alimentar a los gusanos. ¿Para qué tendríamos que hacerlo, seguir todo el proceso hasta conseguir aquellos ovillos que parecían tejidos con un hilo de oro, si luego los habríamos de tirar?

Pero nos bastaba con encontrarnos con la morera a comienzos del verano siguiente, cuando volvíamos al pueblo, para que inmediatamente pensáramos en los gusanos y, locos de inconsciencia, buscáramos de nuevo las cajas con sus huevos con la esperanza de que éstos llegaran pronto a eclosionar para poder alimentar a los recién nacidos con sus hojas jugosas y nervudas. Y es curioso, pero al lado de esa caja, y de la morera, que, añosa y enferma, aún sigue en el patio, sigo viendo la figura de mi padre. A mi padre con el caldero, tratando de ahuyentar el rayo. Y es bien raro lo que pasa con el recuerdo y con sus misteriosas transformaciones. Pues esa imagen tan repetida ha ido adquiriendo, con el paso del tiempo, una relevancia especial. Y ahora me parece que la figura de mi padre está llena de luz, como si hubiera sido él quien se hubiera ido haciendo cargo en secreto de todos aquellos ovillos y adquirido la extraña costumbre de ponerse su traje de seda siempre que había que llenar el pequeño pozo del pararrayos.

Gustavo Martín Garzo es escritor.

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