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Tribuna:RELATOS DE VERANO
Tribuna
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Desapareciendo

En la pantalla, Mick Jagger saltaba compulsivo por el escenario gritando "Satisfaction", una máquina adolescente funcionando como el primer día. Y en aquel momento se detuvo; los acordes continuaron, pero él permanecía parado en silencio. Aquel hombre seguía inmóvil como si se le hubiese ido el alma, y la música fue cesando rendida. El rugido del público se fue desvaneciendo, un animal abatido. Los primeros planos de su rostro vacío alternaban con planos generales del escenario, los compañeros no se atrevían a acercarse a él y lo observaban a media distancia. Balbuceó algo, la mano cansada negó el lugar y la multitud que tenía delante, el micrófono muerto al suelo y aquel hombre sonámbulo desapareció detrás del escenario.No noté que el camarero se había acercado lentamente a contemplar la pantalla a mi lado.

-A éste se le acabó -comentó con voz apenada.

-¿Pero qué le pasó?, ¿se quedó sin voz?

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-No. Se quedó así, se apagó. Suspendieron la gira. Esto es una repetición, ¿no lo vio ayer en la tele?

La voz de Julia junto a mí me despertó del pasmo, allí estaba, acababa de llegar con su cara vivaz, un asomo de alegría al verme y dos besos; su olor, su cuerpo. Me sorprendió ver que traía un niño pequeño en una silla; el niño, con su chupete azul celeste en la boca, me miraba con curiosidad. Le sonreí y le hice un saludo con la mano. El camarero esperaba a su lado, ella le señaló mi cerveza y el camarero se fue.

La observé mientras se acomodaba en frente de mí y posaba en la mesa un teléfono móvil y un paquete de cigarrillos. En el año y pico desde que no la veía, su rostro se había hecho definitivamente de mujer, una mujer juvenil, con coleta desordenada y expresión vivaracha, pero mujer ya con pequeñas arrugas aquí y allí. Constaté que renacía inmediatamente aquel cariño por ella, una simpatía cálida. Ella encendía un cigarrillo y me repasaba a mí con curiosidad.

-Así que os habéis decidido a tener un niño.

-Niña. -Ah. Como va de azul...

-El ginecólogo nos anunció que iba a ser niño y mi madre compró ropa para niño.

-Vaya. Estará contento Manuel, se le parece... Ella no me contestó, ahora se mordía una uña y me estudiaba.

-Mira que me fue difícil localizarte, no venías en la guía telefónica. Me costó un huevo conseguir tu número de móvil -dijo.

-Es que no quiero estar localizable. El teléfono me perturba, recibo una llamada y ya me desconcentro. Lo tengo por necesidad.

-Chico, qué delicado. Ya entiendo; la inspiración, claro.

-Bueno, más que eso. Quiero ser dueño de mi vida, que no me llamen más que lo imprescindible.

-Y te fuiste a vivir a la aldea...

-Es la casa de mis abuelos, la arreglé un poco para poder pasar el invierno. Supongo que es como una fuga imposible al pasado, pero estoy muy a gusto allí.

-¿Qué estás escribiendo?

-Cuando cuentas lo que escribes, siempre suena ridículo...

Trata de un tipo que siente que está desapareciendo, que percibe que cada vez lo ve menos gente...

-¿Qué es, de misterio, fantástico?

-Bueno, lo voy a contar de un modo realista. Los hombres somos como el humo, somos una presencia llamativa y algo molesta, pero en seguida nos desvanecemos. Como el Mick Jagger ahora. Siempre estamos en peligro de desaparecer; y os quedáis vosotras. Como esta niñita...

-Qué pirado estás. Te vas al quinto pino a escribir cosas retorcidas. No es un oficio para gente formal, ni normal. Pensé en esconder mi debilidad y argumentar la importancia social de mi profesión, que para escribir hace falta retiro y soledad, no estar atado a nadie...

-La niña es tuya -me soltó, y observó la reacción en mi cara. Pero yo no podía reaccionar de ningún modo porque me quedé absolutamente inmóvil; mis pulmones se paralizaron, me di un par de golpes en el pecho para ponerme a funcionar de nuevo, inspiré y espiré. Ella remachó el clavo-. Sí, sí, tuya. Manuel no lo sabe.

-Jo-der -se me cayó de la boca sin fuerza. La niña observaba las imágenes del televisor-. ¿Y cómo se llama? -Antonia.

-¡¿Antonia?! ¿Cómo se te ocurrió...? Manuel podía darse cuenta de que era mía...

-Una tía abuela mía se llamaba así. Manuel está encantado con la niña. ¿Verdad que sí que eres un bomboncito? -le hizo caras y la niña rió con sus encías y babas. Se le cayó el chupete, que estaba sujeto por una cadenita de plástico.

-Así que me querías ver para contarme esto. ¿No tienes un babero o algo para limpiarle las babas? Mi pañuelo está sucio -Julia tomó una servilleta del servilletero sobre la mesa y la limpió-.No le eches el humo del tabaco, mujer. ¿Y Manuel?

-Está sin trabajo -me miró con el pitillo en la boca-. Como lo oyes. Cerraron su sucursal y no hubo recolocación. Lleva tres meses en paro y está muy desanimado. Al principio siguió levantándose a su hora y saliendo de casa como siempre a buscar aquí y allí, pero se está desfondando. Lleva unas semanas que no sé qué le pasa. Anda como un fantasma, te parece que no está en casa y de repente aparece en el baño. En realidad, hace tiempo que nos fuimos distanciando, no sé explicarte; no fue por la niña, ella es lo único que nos une. A ti, en cambio, te van bien las cosas. Te vi en revistas, en la tele...

-Pobre Manuel, con lo orgulloso que estaba de su trabajo. Yo tuve un infarto... -pensé que debía contarlo, me sentía culpable y era un modo de igualarme con su marido. Me masajeé instintivamente el pecho y el brazo izquierdo, conjurando un nuevo ataque.

-Vaya... ¿Y fue grave? Qué tonta soy, claro que fue grave.

-Me fui y volví aquí, estoy de vuelta por poco. Y, ¿sabes qué?, nunca me he sentido tan vivo. Los vivos no sabéis lo que es la vida, quiero decir, los que no habéis muerto. ¿Y ahora qué hacemos? ¿Qué hago? -buscaba en la carita redonda de la niña alguno de mis rasgos. Me nacían pasmosamente sentimientos de cariño y de protección hacia aquella cosita de carne redonda-. ¿Entonces, fue aquella vez que nos vimos, seguro?

-Seguro. De aquellos polvos, estos lodos.

-Qué puntería. Si sólo fueron dos días...

-Sí, pero tú pusiste mucho entusiasmo -dijo sonriendo. Y aquella sonrisa pícara me recordó el deseo de su cuerpo.

-Oye, estoy de piedra. Pero ¿sabes qué?, que estoy contento. Me acabas de poner patas para arriba, pero me encanta.

-Voy un momento al baño.

La niña la vio irse y pensé que lloraría, pero le hice monadas y se rió. Estaba feliz viéndola allí, existiendo, tan bonita. Sonó un teléfono, busqué el mío, pero no, era el teléfono de Julia sobre la mesa. Lo observé allí inmóvil chillando intermitentemente, la niña también; el camarero y el dueño en el mostrador me miraban. Abrí el teléfono al fin, lo acerqué a la oreja y oí un "¿Julia?" en la voz de Manuel. Aparté el teléfono y lo apagué.

La niña seguía mirándome y me sentí culpable. Julia ya volvía; me gustaba estar con ella, parecíamos una familia.

Me había colgado. Julia me había colgado el teléfono, como si no hubiese oído mi voz. Ahora no sólo no me veía, tampoco me oía. Fui al baño y me miré al espejo. Borroso, seguía borroso. Me desvanecía, acabaría desapareciendo. Julia a veces no me veía; pasaba por mi lado y ni se enteraba. Sólo la niña me reconocía, sólo ella me veía bien. Pero acabaría por desaparecer también para ella. No eran figuraciones mías, la gente por la calle se cruzaba sin verme, conocidos que pasaban sin reconocerme. Y en los bares no me atendían, hasta que me ponía delante del barman y les hablaba, entonces ponían cara de extrañeza, de sorprendidos por aquella aparición inesperada. Noté el cosquilleo de las lágrimas cayendo por mis mejillas, lloraba como un niño; me abandoné a sollozar. "Mamá", pero mamá había muerto hacía años. Me estaba desvaneciendo, dejaba a Julia y a la niña, y yo me iba. Y nadie me lloraría, ni se darían cuenta. Y ellas seguirían aquí, viviendo. Las estaba perdiendo. Y entonces sí que estaría perdido, me desvanecería.

Busqué un resto de ánimo y me peiné intuyéndome en la imagen confusa del espejo, me puse la chaqueta y una corbata perfectamente anudada, como tenía por costumbre cuando iba a trabajar, y salí. Las buscaría y estaría con ellas, en mi lugar.

Caminaba por el barrio con paso inseguro, no estaban en el parque donde Julia llevaba a veces a la niña a los columpios. Me esforcé en mantenerme erguido, en no abandonarme. Si las perdía, estaba perdido. Un bar, el Atlántico, buen café, allí le gustaba ir a Julia. Me imaginé el sabor pleno de un café mientras entraba. Un sabor querido y fuerte podía ayudarme a anclarme en el mundo, en ese mundo de donde me estaba yendo.

Y allí estaba sentado Antonio en una mesa. Antonio, cuánto tiempo que no lo veía. Se había ido a vivir lejos. Él también me reconoció y se levantó a saludarme, con una cara tan expresiva, llena de sentimientos, como si se alegrase y también se sorprendiese; y confuso. Pero me reconocía...

-Manuel, qué alegría verte... Precisamente... ¿Y qué hacía allí mi niña? Allí estaba Antonia en su silla de paseo junto a la mesa de Antonio.

-Es que me encontré con Julia, que venía con la niña, y entramos. Ha salido hace un momento a comprarle a la niña no sé qué a la farmacia de al lado. "Quédate un momento con la niña", me dijo.

-Cuánto me alegro de verte, hombre; tanto tiempo que no nos vemos -me acuclillé junto a la niña y la abracé hasta que la niña puso cara de desconcierto-. Y mi niña, mi Toñi, ¿qué le pasa a mi Toñi bonita?

-Mira, allí viene Julia... Y la niña, al oír el nombre de su madre, miró también, y los tres sonreímos viéndola venir con cara de sorpresa.

-Hola, Julia. ¿Te alegra verme? -le dije. Porque me veía.

-Qué coincidencia -musitó Julia. La niña me tenía cogido el dedo meñique con su manita, Antonio se acercó también y le ofreció un dedo para que se lo cogiese con la otra manita.

-Oye, Antonio, te van bien las cosas. ¿Qué estás escribiendo ahora?

-Un rollo. Una historia de un tipo que empieza a desaparecer.

-Por cierto, ¿cómo acaba? -preguntó Julia.

El último libro publicado de Suso de Toro es La flecha amarilla (El País-Aguilar).

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