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Tribuna
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Ir y venir

"Navegar es necesario, vivir no lo es", frase que Plutarco atribuía a Pompeyo, mil veces citada. Hoy cabría encontrarle otro sentido que el dado por el César al prioritario auxilio a la Urbe. Viajar, diríamos hoy, parece no sólo necesario, sino obligatorio y, sin más panegirista que la macabra noticia facilitada por Jefatura de Tráfico, deducimos perezosamente que vivir no es lo importante, sino ir de un lado para otro. Es lo que hemos estado haciendo con especial fruición, por tierra, mar y aire, durante estos meses de vacaciones. Un desapasionado observador de la existencia humana estaría perplejo ante esta cíclica actividad que nos impulsa a organizar los desplazamientos de la forma menos cómoda y segura posible. Las carreteras son una trampa, bordeada de chatarra y jalonada de víctimas en las llamadas operaciones de salida y regreso.Dejemos a un lado la peripecia de quienes eligen la vía marítima como medio de disfrutar o de alcanzar otra orilla, ya que Madrid no tiene más muelles de embarque que los así llamados en el aeropuerto. Muy especialmente Barajas es, sobre todo, un problema: para los viajeros y para quienes lo dirigen y administran, piedra de toque para la paciencia de los pasajeros, origen de conflictos, moneda entre partes implicadas que pagan todos los demás. Como la mayoría de las cosas que se hacen comunes, resulta difícil vaticinar el futuro de los inventos y de las conquistas de este acelerado progreso en el que estamos implicados. Venimos leyendo, con cierta perplejidad, las quejas de quienes viven en las inmediaciones del aeropuerto, cuyo sueño y tranquilidad están perturbados por las idas y venidas de los aviones. Se nos ocurre pensar -sin ánimo polémico- que aquellos áridos terrenos estuvieron deshabitados hasta hace menos de treinta años y que, precisamente, la instalación de las pistas no es un suceso clandestino y poco perceptible.

La memoria -ese magnetoscopio incorporado y recurrente que tenemos los viejos- nos lleva a recordar los años cuarenta y cincuenta, cuando allí sólo había un barracón, una cafetería elemental y una barandilla para contener a los familiares que iban a recibir o despedir a los aventureros del espacio. Una puerta para los vuelos nacionales y otra que daba al modesto recinto, con un mostrador tras el que un carabinero -con o sin bigotes y obligatorios guantes blancos- hurgaba en las maletas con destino internacional. Medio siglo después los aeropuertos son enormes espacios donde sólo un providencial instinto de la orientación nos lleva hacia el lugar adecuado para acceder a la aeronave precisa, a pesar de la aún no perfeccionada megafonía que sólo farfulla instrucciones en español e inglés, poco inteligibles. En terminales catalanas, vascas o gallegas tenemos, además, la posibilidad de no entender el guirigay en aquellas expresiones propias. Este año he ido un par de veces hacia el Norte por este medio de transporte, dispuesto a cubrir las dos últimas etapas del trayecto: la que hay desde el mostrador donde se chequea (ya sé que está mal considerado el vocablo, pero también se emplean Terrassa, Ondarribia y Ourense) el boleto y la puerta de salida, amén del que cubre el avión, propiamente dicho, hasta el destino final, que es un poco más largo.

El viajero por este medio apenas protesta, ni trata de averiguar la razón del interminable primer tramo, que empeora al llevar equipaje de mano. Para enfadar a los usuarios son precisas demoras superiores a las dos horas y media, que es cuando se produce cierto movimiento solidario, generalmente atizado por el desdén con que se les mantiene en la ignorancia. La vía aérea se ha popularizado, no sólo por el considerable ahorro de tiempo, proporcional a la distancia, sino por su gran baratura. En muchas ocasiones puede asegurarse que existe un equilibrio entre el precio y la calidad del servicio: es barato y suele ser malo, aunque sea de justicia precisar que, en términos generales, las ventajas superan a los inconvenientes. Tras haber utilizado muy profusamente el avión, en otras épocas, tendría dificultad para recordar alguna experiencia desagradable. Son cosas que se oyen, quejas que aparecen en la sección de Cartas al Director, pero infrecuentes. Viajar es necesario. También se ha dicho que partir es morir un poco, pero, recordando los calores veraniegos de Madrid, quedarse quizás resulte bastante peor.

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