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ANTONIO SOLER NOVELISTA

Los ojos de Virna Lisi

A ese hombre delgado que espera en una cafetería de la Avenida de Andalucía lo acabo de ver hecho foto: busto sonriente en blanco y negro, apoyado sobre el dorso de la mano izquierda. Estaba coronando una pila de libros en El Corte Inglés. "Inolvidable", dice la publicidad de su cuarta novela, El nombre que ahora digo. Saluda puntual, más dinámico que sobre el montón de libros. También sonríe, pero ahora en color, aunque el suyo sea pálido. Hoy es martes. Ayer lunes lo gastó en la única obligación que se impone: un partido de frontón de siete a nueve con varios amigos, entre ellos uno de los personajes de sus novelas: Luisito Sanjuán. Antonio Soler no es mucho de playa. Y saca una historia para animar la confidencia: tiene una historia para cada historia. No es marino porque con ocho años de edad estuvo a punto de ahogarse en los baños del Carmen. "Yo no sabía nadar; mi hermana mayor me había dejado en la orilla y llegó una ola y me arrastró; entonces vi a Dios, así con una corona, como la estampa de un rey godo. Cuando ya sentí que me moría surgió el brazo de mi hermana sacándome de allí mientras yo vomitaba: poco que me gustaba el mar, después de eso, menos". Soler se ha librado de escribir este verano tras meses de premio y promoción. No sigue un calendario para escribir. De momento no hay novela, que bastante tiene con los artículos y cuentos, que se disparan cuando a uno le han dado uno de los premios de novela mejor dotados en lengua castellana. "No, no me vuelvo loco; ten en cuenta que la cosa ha ido poco a poco", recuerda un Soler que ha ganado el Jauja, el Herralde, el Andalucía, el de la Crítica, el Primavera... Él va guardando ahí, en su cabeza, las cosas antiguas. Las invenciones y los miedos. Las palabras. Sus casi 43 años de recuerdos. "De niño mentía mucho y nunca me pillaron", recuerda. Digamos que inventaba cosas. Era cuando él y su familia vivían en la calle Eugenio Gross. Tenía once años. Su padre había muerto hacía poco. Todo cambió: casa, colegio, amigos. Ya leía como un poseso. Pero ningún niño de la pandilla, los de la calle, los de jugar al fútbol, los de reír por las tetas de la vecina, sabía nada de sus devaneos con Salgari, Agatha Christie o Dostoievski. O Dickens, quien le enseñó que su situación en el colegio de San Miguel Arcángel, "el de Doña Carmen, donde más que escribir dibujábamos letras, y por nada te llevabas un sopapo", ya estaba en los libros. "Amigos antiguos que han salido ahora en una de mis novelas se sorprenden de verme escritor: nunca vieron un indicio de este vicio solitario". Pero donde Soler mentía más era en su casa. No decía nada si le castigaban en el colegio. Cuando podía, se iba a estudiar a casa de un amigo. Falso: iba al cine a ver programas dobles. "Las de James Bond y una que vi varias veces, Arabella, creo; no se me olvidan las piernas y, sobre todo, los ojos de Virna Lisi". Era el cine Cayri, al principio de la calle Martínez Maldonado, que entonces casi hacía frontera con el puro campo. Es complicado saber si Soler sigue mintiendo. El Cayri sigue en su mismo sitio, pero ahora es un bingo. Y en su sala de verano, cuya pantalla veía a los ocho años haciendo equilibrios desde una terraza cercana donde su hermana le sentaba, ahora hay aparcamientos. Ya no tiene que mentir para ir al cine. Nadie le lleva a la fuerza a la playa. Lee cuando quiere. El hombre de la foto, el de la novela inolvidable, no olvida nada. Nada. Ni los ojos de Virna Lisi en el Cayri, ni la mano que le salvó de la ola de un dios godo que se inventó antes de tiempo.

La saga clandestina

Ya no está el huerto de La Pellejera, donde su primo quemaba matorrales. No queda nada de la ciudad de la infancia: "para escribir he trabajado más con la Málaga de la memoria que con la que ahora existe". Hacia atrás: verano. Al caer la tarde, cuenta Antonio, las mujeres baldeaban las calles y se sentaban en las puertas de sus casas mientras los críos jugaban al fútbol e intentaban superar su torpeza con las chicas. Luego, con la luz ida, llegaban los hombres. Y se encendían las palabras. En su casa se escuchaban historias clandestinas. Soler desde el principio quiso rescatar con su literatura toda esa memoria. De familia republicana, pronto entendió que en ella había algo secreto. Como aquel tío que apareció del exilio en 1968 y miraba el telediario con una sonrisa irónica, preguntando: "¿Y vosotros os creéis eso?". Soler guarda una imagen, también clandestina, de su padre que se resistía con humor al silencio: "Cuando enviaba una carta le daba al sobre puñetazos, burlándose del sello de Franco y susurrando ¡canalla, canalla!...".

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