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Tribuna:RELATOS DE VERANO
Tribuna
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Ya todo está en calma

Sergio Ramírez

Aquella noche, cuando se anunciaba sobre Managua un aguacero que al final no llegó, llamé a mi hermana. Tenía dos meses de no verla, desde que nos despedimos en el cementerio tras el funeral de mi esposa. La noté apurada. "Estoy viendo lo de la muerte de Diana", me dijo. "¿Quién?", le pregunté. "Diana, lo están pasando en la televisión". No lo creía. Colgué y corrí a encender el aparato. Vivo en un callejón de la Colonia Centroamérica. Todos mis vecinos guardaban silencio metidos en sus casas, pendientes frente a las pantallas. Yo pensé en el esposo. Hay quienes afirman que los ingleses de alcurnia carecen de sentimientos, y que si acaso los tienen, están educados desde muy tierna edad para no demostrarlo. Sobre todo si se es príncipe de Gales.Hasta la celebración del funeral solemne en la abadía de Westminster, iban a ser días cruciales. Así que cuando a la madrugada el microbús que recoge a los empleados de la empresa pitó desde el extremo del callejón, mandé a mi hija, que se alistaba para irse al colegio, a avisarle al chófer que me encontraba enfermo. Sólo somos los dos en la casa.

A Isabel I, que murió en 1603, se le construyó una tumba bajo las naves de la abadía. La princesa Diana no descansará allí. Una vez terminados los servicios fúnebres, será llevada a una isla en medio de un lago, para que ni turistas ni curiosos perturben su sueño. Una ventaja ha tenido para mí la muerte de Diana, la princesa que quería vivir, como la llama el célebre escritor cubano Guillermo Cabrera Infante. Al fingirme enfermo, puedo pasarme dentro de la casa, en short y en chinelas, y cuando no estoy frente al televisor, espiar las transmisiones desde la cocina mientras preparo mi almuerzo, o desde el servicio mientras hago mis necesidades. Como un eterno domingo.

Nadie escatima elogios para la princesa fallecida. En cambio, la inmensa mayoría de las opiniones se inclina en contra del esposo, por insensible. No estoy de acuerdo con ese criterio. Es cierto que al salir del hospital de París donde la llevaron ya moribunda apareció bien trajeado. "¿Cómo puede existir semejante ogro?", se cruzó a decirme mi vecina Conny, que también mantiene encendido su televisor sin necesidad de faltar a su trabajo, porque su salón de belleza está instalado en su propia casa, en la otra acera del callejón. "A alguien que le avisan que su esposa murió, aunque estén separados, corre a como esté, no va primero a vestirse de catrín".

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Yo le repliqué que eso depende de las circunstancias. Unos corren como están; otros, si son príncipes, deben vestirse bien primero, porque saben que los van a filmar. "Es que esa gente vive sólo para salir retratada, papá", dijo entonces mi hija mientras se servía agua en la refrigeradora; y agregó: "Papá, ¿cuándo vas a ir a trabajar?". Tiene apenas doce años.

Yo también me separé de mi esposa. La vieron almorzando en El Eskimo con un superior de su oficina, me ofusqué, y esa misma noche le dije: no te quiero ver nunca más en la vida. Pero cuando me bajó la cólera, contemplé aquella actitud como un error grosero de mi parte, me decidí a perdonarla; sabía que estaba posando en la casa de Conny, su íntima amiga, y fui a traerla de vuelta.

Una princesa capaz de anochecer hoy en su palacio de Kensington y mañana estar navegando en un yate hacia una mansión de cien criados en la isla de Corfú, o al día siguiente encontrarse cenando en el Ritz de París, arrancada en la flor de su edad. Cuesta creerlo.

"Papá, ¿qué cosa es charming?", me preguntó mi hija desde la mesa del comedor donde hacía sus deberes, uno de aquellos días en que mi esposa ya no estaba en la casa debido a mi drástica decisión. "No sé", le dije. "¿Estás haciendo acaso tu tarea de inglés?". "No", me respondió ella. "La Conny dice que corriste a mi mamá porque ella tiene charming y vos sos una bestia".

La Conny había vuelto de Miami a instalar su salón de belleza. Yo la consideraba peligrosa por libertina. Traficaba con ropa de marcas, y vivía supliéndole vestidos carísimos a mi esposa. Me levanté de la mecedora y fui a buscar el diccionario Cuyás a la vitrina de los libros. Charming: agradable, hechicero, fascinante. Más rabia me dio. Tacones altos, pañuelo de seda al cuello, cartera al hombro; tras ella, una estela de perfume duty free; así salía en la madrugada por el callejón todavía oscuro para coger el bus en la parada del camino de Oriente. Como si se hubiera extraviado de barrio.

Yo, que nunca seguí los pasos de Diana de Gales ni me importaron sus desdichas amorosas, ni su romance trágico con aquel capitán de la Guardia Real que después fue a vender sus confesiones a los periódicos como un rufián cualquiera, me he vuelto esclavo del televisor. "Papá, se te van a cocinar los ojos", me dice mi hija; y yo, con un gesto elocuente de la mano, le indico que se calle. Las transmisiones del funeral se iniciarán a las dos de la madrugada, hora de Nicaragua.

Mi esposa también fue bautizada Diana. Su madre, que llevaba cuenta mental de todas las películas vistas, se acordaba de una con Ana Luisa Pelufo en el papel de la mujer atormentada que posa de modelo para la estatua de Diana la Cazadora del paseo de la Reforma de la capital mexicana. La Pelufo salía desnuda en esa película, catalogada en aquel tiempo de inmoral.

Nos reconciliamos. Me hizo prometerle que jamás volvería a acosarla con mis celos. Yo le hice prometerme, a su vez, que cuando fuera a concurrir a almuerzos de trabajo con sus superiores me lo dejara saber de antemano. Vivimos felices por una temporada, aunque si hubiera logrado persuadirla de no vestirse de aquella manera, como modelo de revista, mi dicha hubiera sido completa.

He llegado a aprenderme el nombre del amante de la princesa, Dodi al Fayed, no un turco cualquiera de esos que van ambulantes por los pueblos cargando sus valijas de mercancía, sino propietario de la tienda Harrods de Londres, iluminada con miles de bujías; sobrino del multimillonario Adnan Kashoggi, que en Marbella, donde vive dedicado al lujo y al placer, tiene a su servicio a los grandes de España, tal el caso de don Jaime de Aragón, que hasta no impedírselo la muerte, le tendió la cama.

Una noche, recién reconciliados, me dieron las doce saliendo a asomarme al callejón y Diana no volvía. "Papá, vení acostate que mi mamá es una adulta", me decía mi hija, hablando en ese lenguaje que en un niña, si no hay en uno pena o preocupación de por medio, causa risa. Adulta. Y llegó la madrugada, y yo despierto, ahora sí consciente de que cualquier ilusión de su fidelidad quedaba hecha polvo. Y su perfume duty free en mis narices, como una congoja.

Ha sido criticada la insensibilidad de los paparazzi, que, tras el accidente, se dedicaron a conseguir la mejor instantánea en lugar de ayudar a la princesa. Pero, ¿tienen realmente la culpa? En una entrevista, Madonna atacó al gran público que se alimenta de la vida privada de los famosos. "Todos tenemos sangre en las manos", declaró. Y la cuñada de Diana, Sarah Ferguson, muy infortunada también en su vida, promueve la venta de un producto para adelgazar, que tiene por propaganda: "Adelgazar es más difícil que escapar de los paparazzi".

Diana no volvía. A las cuatro de la mañana oí en la esquina el corto pitazo de la sirena de un vehículo de la policía, y un rumor de voces cruzadas hablando por el radio del vehículo; oí que golpeaban otras puertas, voces que contestaban, la voz de la Conny, tras el deslumbre de un foco de mano golpearon aquí en las persianas de la ventana, y oí el portazo que daba mi hija al salir corriendo de su cuarto para abrir, asustada como asustado iba detrás yo, envuelto de la cintura para abajo en la cobija.

Nos llevaron en el jeep de la policía, que empezó a sonar con gran escándalo la sirena. En el patio trasero del hospital los fotógrafos nos esperaban con cara de desvelados, y cuando empezaron a disparar sus flashes mi hija se abrazó fuertemente a mi cintura; esa foto salió en la página de sucesos, "Marido acongojado se presenta en compañía de hijita a reconocer cadáver de esposa infiel en morgue de hospital"; y hay otra del momento en que un oficial procede a entregarme una bolsa de plástico que contiene sus pertenencias, los zapatos de tacón alto, uno de los tacones despegado y perdido, la ropa de marca ensangrentada y la cartera de la que personas inescrupulosas se habían robado el contenido, pero que conservaba en sus forros el olor embriagante del perfume de duty free.

"Los dos iban bebidos", me informó el oficial; y como uno de los reporteros se dio cuenta que su grabadora no estaba funcionando, le pidió que repitiera, y él, complaciente, repitió: "Los dos ocupantes del vehículo iban bebidos, como lo demuestran las pruebas de sangre".

La tercera foto que salió fue la de Diana muerta, tomada de cerca en la camilla. El cadáver de su superior no fue fotografiado por oposición de la esposa, y en las noticias tampoco mencionaron su nombre. El de Diana sí, con sus apellidos de casada y soltera. Llega por fin la hora del funeral, madrugada en Managua y mediodía en la ciudad de Londres. Unos dos mil quinientos millones de personas, la mitad del mundo entero, está viendo cómo la princesa muerta demuestra a sus detractores que ha conseguido lo que pretendió en su vida: ser la reina de los corazones. En mi callejón, todas las puertas están abiertas. La gente ofrece café, y juegan naipes en el andén, como si algún vecino estuviera siendo velado.

La madre Teresa de Calcuta, muerta el día anterior, no tuvo un entierro semejante; pero quién la imagina yéndose a estrellar a la medianoche en un túnel, tras una exquisita cena con un amante en el Ritz.

El microbús pitó en la esquina, y ya sabía que no era por mí, sino por otros empleados de la empresa que viven en el siguiente callejón. Pero vinieron a tocar con urgencia la persiana; fue mi hija a abrir, y volvió con una carta que me traía el chófer.

Estábamos en el momento culminante. Y cuando empezó a leerme la carta de la Oficina de Recursos Humanos donde se me notificaba el despido por ausencias repetidas e injustificadas, la detuve con un gesto elocuente de la mano. El féretro iba saliendo de la abadía.

El último libro opublicado por sergio Ramírez es Margarita, está linda la mar publicado por Alfaguara)

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