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Desmontado a trozos PEDRO ZARRALUKI

A menudo nuestra vida se orienta hacia donde menos lo esperamos. En lugar de pasear por una calle, se decide hacerlo por la siguiente y, mediante una serie de azares surgidos de esa decisión en apariencia intrascendente, se acaba regentando una gasolinera en Ontario. Ocurre otras veces que esa ruta inesperada es para bien, y uno llega a ser de los mejores en su profesión sin haberlo pretendido nunca. La librería La Central se ha convertido, en sus poco más de tres años de vida, en una referencia obligada de la vida cultural de Barcelona. Sus clientes conocen bien la figura de Antonio Ramírez, siempre presente aunque difícilmente localizable, ocupado en variadas actividades entre las que se incluye enderezar libros caídos con la actitud tímida pero decidida del operario al que le desordenan las herramientas. Llevar una librería como La Central es incurrir en una batalla permanente por el orden, y este hombre se dedica a ello con una tenacidad que delata sus muchos años de oficio. Al verme entrar en la tienda pone cara de fastidio: no es alguien a quien le guste hablar de sí mismo, y he cometido la prudente indiscreción de ponerle al corriente de mi intención de conocer su vida. Al verle preocupado utilizo una técnica surrealista que copié de mi dentista y que admirablemente funciona siempre: niego que vaya a hacer aquello que él ya sabe y a lo que en ningún caso he renunciado. Eso le tranquiliza bastante. "Tomaremos un café", me dice, mirando preocupado la pantalla de su ordenador como si un descuido o la más breve ausencia pudiera hacerla estallar. Y concluye: "Volveré en seguida". Vamos a un bar cercano y nos sentamos en la terraza. Antonio Ramírez tiene el rostro anguloso, los ojos oscuros y el pelo abundante y cano. Nació en la ciudad colombiana de Medellín, homónima de la Medellín pacense de donde fuera oriundo el conquistador Hernán Cortés y de la que, por esas cosas de los siglos, ya nadie se acuerda. Si algo tuvo claro Ramírez desde siempre fue que quería irse de Colombia e instalar sus reales en la mítica ciudad de París. Explica de forma muy gráfica el ambiente en su ciudad natal: "No es que yo quemara las naves para ir a la aventura. Es que la nave donde estaba se hundía". El dinero, ayuda paterna incluida, no le permitió llegar tan lejos. A los 19 años se fue a México a estudiar Economía. Allí entraría por primera vez en contacto con su futuro. Para ganar algún dinero empezó a trabajar en la prestigiosa librería Gandhi, de la que dice que era muy grande, muy caótica y muy mexicana. Se vivían unos años de relativa bonanza en el país, y la librería, que tenía sucursal en Buenos Aires, decidió abrir otra en Barcelona. Ramírez no se lo pensó dos veces: Barcelona estaba más lejos de Medellín y más cerca de París. Se ofreció a trabajar en el nuevo establecimiento. Sin embargo, su nave de adopción también hacía aguas. Ciudad de México le despidió con el gran terremoto de 1985, que dejaría 20.000 muertos y acentuaría aún más la recurrente crisis económica. Cuando llegó a Barcelona se había quedado con la retaguardia convertida en un erial. La flamante Gandhi, que debía instalarse en la calle de Consell de Cent -en el local donde acabaría ubicándose Tocs y más tarde la actual Crisol-, fue demorando su apertura hasta que renunció a hacerlo de forma definitiva. Antonio Ramírez se convirtió en un inmigrante sin papeles y sin trabajo, pero no volvió a México ni a Medellín. Durante un tiempo ejerció las actividades más variopintas: trabajó de camarero en un bar de carajillos del barrio de Gràcia, vendió en La Rambla unos "espantosos ositos de peluche" y se dedicó por fin a importar libros de México y revistas de Italia para venderlas por estas tierras. Legalizar su situación le iba a costar un montón de años, de colas y de viajes para conseguir una firma solitaria. Cuando ya tenía los papeles en trámites, se le ocurrió visitar Gran Bretaña, y los ingleses, acérrimos enemigos como son de la precariedad, decidieron meterlo en la cárcel y repatriarlo a Colombia. A duras penas logró regresar a una Barcelona más tolerante con los indocumentados como él. Finalmente conseguiría regularizar su situación. Comenzó a estudiar Antropología, dando así un brusco golpe de timón hacia las humanidades, y entró a trabajar en la librería Laie. Allí conocería a Marta, una catalana excepcional que acabaría convirtiéndose en su mujer. Tras un último y fracasado intento por no ser librero, lo fue ya del todo: en el 96, aliados con su socia Maribel, inauguraron La Central en la calle Mallorca. Los libros son cartas enviadas a ciegas a un destinatario que ignora su existencia. Antonio sabe que la función principal de un librero es presentar los libros a los lectores, y por ello detesta lo que él llama "el escaparate pasivo". Selecciona los ejemplares intentando evitar que la avalancha de novedades le imponga su siempre disperso criterio. Aunque poco hablador, observa sin descanso a sus clientes para establecer "una cartografía de las rutas de lectura", unas pautas que le permitan ofrecerles lo que más pueda interesarles. Y son muchos los que aprecian su esfuerzo. Todo ello en un medio que él considera cada vez más hostil para aquellos que sólo buscan disfrutar leyendo. Propone como ejemplo la situación de los fondos editoriales: no hay voluntad o interés por gestionarlos. Y todo eso a pesar de los esfuerzos de editores que, como Jorge Herralde, le apoyan presionando a las distribuidoras para que no se olviden de las librerías de calidad. Hoy en día, los socios de La Central están sorprendidos por el éxito de su negocio, pero también -y a pesar de su ya larga experiencia- por lo enormemente difícil que es llevar adelante una apuesta de ese tipo. Antonio Ramírez confiesa que va poco a Colombia. Describe con precisión su progresivo distanciamiento: "La vida en Medellín es terriblemente dura. Un millón de personas vive con una infraestructura para veinte o treinta mil. Hay una gran violencia cotidiana. Todo el mundo tiene en la familia heridos, mutilados, secuestrados, mutiladores o secuestradores, sicarios... Y yo ya no puedo vivirlo ni como un turista ni como alguien de allí". Asegura que para realizar el cambio que él ha hecho hay que irse desmontando a trozos para volver a construirse de otra manera. Y no es el único al que le ocurre: el narcotráfico y la permanente guerra civil han obligado a cinco millones de colombianos a trasladarse a vivir al extranjero. Casi ninguno desea el regreso. De costumbres domésticas, poco amigo tanto de convulsiones como de fastos, ha encontrado aquí una tranquilidad en la que se siente cómodo. Ha olvidado incluso su sueño parisino. Según argumenta, los cambios que ha vivido esta ciudad la han convertido en una meta en sí misma. Ya no tiene sentido ubicar el ansia en otra parte. Parece ser que Barcelona, por suerte para Antonio Ramírez -y, por qué negarlo, también gracias a personas como él- va dejando de ser otra nave que se hunde. Una ciudad es un mecanismo muy complejo y su mayor riqueza, finalmente, depende de personas que habían hecho otros planes.

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